Sobre TAJO:

“Somos aficionados a la poesía. No somos profesionales. Que eso quede bien claro, pues una buena parte de nuestra crítica es potenciada desde esa perspectiva, desde esos campos abiertos que supone tal condición". (Roberto Bolaño)

sábado, enero 14, 2012

NADA MÁS


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NADA MÁS


                                                                                      

Para mi viejo, con amor. 





O tal vez esa sombra que se tumba a tu lado en la alfombra
A la orilla de la chimenea a esperar que suba la marea.
O tal vez ese viento que te arranca del aburrimiento
Y te deja abrazada a una duda, en mitad de la calle y desnuda.
SABINA     





                             
Todavía no se odian.

Pero ya no se entregan como antes a la atmosfera irrespirable de aquellos cuartos oscuros que por veinte lucas te ofrecen un rato de intimidad. El delirio es un perro que nadie quiere sacar a pasear. Enroscados, moribundos, sudorosos hasta el hartazgo, se van acumulando una sobre otra todas las noches que pasan juntos, recuerdos piensan, imposibles de borrar.
Sus amigos se encargan de guardar la memoria de apoyo, recuerdos nítidos de su relación. Instantáneas tomadas de noche, donde salen abrazados bajo la luz amarillenta de un poste de luz, sonrisas intensas, viejas historias que se guardan en cajas de zapatillas, bajo la cama.
Cartas de ortografía terrible y lenguaje desmesurado. El amor tiembla en cada punto seguido y los te quiero son manchas de tinta líquida. También hay dos poemas que él escribió, copiando mal a Jaime Sabines.
La primera vez que hacen el amor, ebrios, azules, fundidos en uno solo, mientras al otro lado de la ventana, la ciudad se destruye, los gatos saltan y la hipocresía  avanza  bajo la lluvia, en formas metálicas, entre bocinazos y mentadas de madre. No hay más verdad que la suya en ese momento.
Los siguientes días caminan solos. Y se van quedando solos. Piensan a retazos, duermen poco, prometen verse a escondidas, mandarse sms todas las noches. Investigar en sus cuerpos las respuestas.
La segunda vez que hacen el amor ya no importa la calle, ni los gatos, nada, sólo la tibieza de quedarse agotados.
Y cuando alguien los encuentra en una avenida, no saludan, pasan de largo.
-Esta noche me quedo contigo –le dice ella a los cuatro meses de conocerse. En la oscuridad el buscara su ombligo. Pensó que se trataba de una broma. O quizás, una de sus locuras. O las dos cosas también.
Encuentra su centro. Acaricia su agujerito negro. Husmea.
-¿De qué hablas pequeña?
-Que hoy me quedo… me quedo contigo.

Tirados en el colchón de paja, entre las sombras que se clavan en sus cuerpos. Observan los agujeros celestes del techo. Es la casa de su abuela. Otro agujero llamado El Agustino.  Afuera el zumbido de las moto taxis es la única música posible. No hace frío. Todavía no.
El sol se pierde entre los cerros.
Entonces despierta.  
Hilachas de nubes se rompen y de golpe, la luna.
-¿En serio?
-Sí, en serio amor.
Viajan en el último asiento de un bus destartalado. Tardan una hora. Discuten con el cobrador por cincuenta centavos. Ninguno de los dos cede. Él, resignado, rabioso, le paga de más. Que lo goces, conchatumadre…_ lo maldice para sus adentros. Luego se queda ensimismado observando los mojones luminosos que marcan el camino a casa. Ella lo abraza, ladea la nariz en su cuello y finge sueño bostezando en su pecho.   
El cuarto queda en el último piso de un edificio flaco y sin pintar. Cruzan el laberinto de cordeles repletos de ropa mojada. Es inútil no mojarse. Garua interminable. Cielo roto. Ella juega a no pisar las rayas de la vereda. Casi resbala.
Mete las llaves.
Gira.
La primera impresión es triste. El peso de la soledad. Un cuarto en el último recodo del mundo. Ella observa los papelitos con los cuales él - a falta de pintura - tapizo su cuarto. Más de una vez le pregunta por esos personajes.  Poetas, escritores y cantantes impresos en A4, en tonos grises.
Él le recita su poema preferido. “¡Es mi oración!”
¿Bukowski? No recuerda a ese santo.
Las camisas que cuelgan detrás de la puerta sobre clavos, es lo único ordenado del lugar.
-Mira, aquí tengo los periódicos de hoy –le dice él, alzando unos papeles enrollados- Comentaron el libro de Marcos. Le dieron con palo. ¿Sabes? me llegan los críticos…
-Por favor, no me cuentes eso –le responde ella-. Ven, vamos a dormir.
Aprieta el botón rojo de la tv. Repasa los canales, maniaco. Toma respiros en algunos noticieros, y se ríe a carcajadas de esos programas idiotas que pretenden ser ingeniosos. Es su costumbre revisar la tv, para confirmar que el mundo sigue igual.
-¡Pura mierda!
Ella lo apretuja por detrás, dejándole un rastro húmedo por su cuello, sus labios se deslizan como caracoles, empieza a trabajar los botones de su camisa, ansiosa por liberar la mata ondulada de su pecho.
Lo abraza, se besan.
Ella cae en la cama y piensa en el rostro de su vecina, la Miriam, burlándose de sus ojos llorosos. Piensa en los cables de luz que cruzan el cielo de la cuadra y en las zapatillas viejas que cuelgan de ellos, en animales fornicando a plena luz del día. En el atardecer visto a través del celofán, de su melancolía.  
Cierra los ojos. Oscuridad. Silencio.
Él separa sus cabellos mojados y se acomoda contra ella.

***
Los primeros trabajos son terribles.
Ella no se acostumbra a restregar los pisos del McDonald, ni a vender paquetes estéticos por teléfono, está cansada de esbozar sonrisas amables sentada en la caja de un centro comercial. Pero le urge, pues tiene que pagar sus estudios en la universidad. No hay salida posible.
Aborrece a las personas que habitan esos lugares. El ambiente optimista que reina es insoportable. Sus compañeros le dicen que cuando pase el trapeador por el suelo no se encorve tanto. “¡Te vas a joder la espalda!” Por ocho horas aparte del sueldo recibe una hamburguesa para el break de 40 minutos. Elige la de dos cuartos de libra y una gaseosa 7up. Sin mayonesa y sin mostaza. Se queda sola y mira el sudor de sus manos, las rayas de sus manos. ¡Están increíblemente rosadas! Por un momento piensa en él, mientras mastica, tira el resto de la hamburguesa a la basura, antes de acomodarse el pelo tras la malla de plástico, observa la salsa de tomate en sus labios. Solo un par de horas más.
La expulsan por quedarse dormida en la clase de Antropología.
A los pocos días de estar trabajando capta que sus compañeros actúan como autómatas. No aguantare más de un mes, piensa.
Se hace amigo de un hippie uruguayo que vende collares sobre una manta de plástico arrojada en el suelo, pegado a los escaparates de Metro, y fuma porros de marihuana mexicana. ¡20 soles, amiguita!
Algunas veces comparten un pucho, sólo uno, y hablaban de viajar. Ella añora las carreteras, los cerros colándose en el mar. Sueña, respira fuerte, tose. Él le dice que se apure. Le dice que el mejor cigarrillo de su vida se lo fumo a los píes de la torre Eiffel. Ella sueña con eso: fumar el mejor cigarro de su vida.
Los días pasan.
Cuando le cuenta sobre su nuevo amigo, él no le dice nada. Se queda callado frente a un libro abierto. Aunque no avanza en la lectura, sigue en silencio. Luego se encierra en el baño. Y ella escucha la ducha abierta, pero intuye que no se baña. ¿Estás bien? Sí, no te preocupes.
Pronto entiende. Es celoso en extremo. Deja de frecuentar a su amigo uruguayo. Bebe café para mitigar el sopor de las clases. Pasa de ciclo. Consigue una rutina. Levantarse, (cuando él todavía ronca a su lado), calentar el agua, aun en las tinieblas, y prender la tv para acompañar su pan con mantequilla y manzanilla sin azúcar. En una tetera  hierve el agua, después lo arroja en una batea y en  chancletas, corre las cortinas de plástico para darse un baño. Se sienta en un balde y con un plató se moja la cabeza.
Más tarde, apachurrada en el bus, piensa en su madre, en su hermanito, en la cara de caballo del señor que le cobraba veinte céntimos menos en la bogeda. 
Y se aprieta más fuerte en el pasamano mugroso, y otra vez discute con ese idiota que intento rosarla. Se abre paso entre las personas, llegar temprano, evitar los descuentos, pelear por los veinte centavos de más que los cobradores imponen alegando alza de precios.  

Él la espera despierto y en calzoncillos, frente al televisor encendido. Ya no lee, ya no escribe, ni frecuenta a sus amigos bohemios. Llega tarde, mucho más estresado y carcomido, a sentarse al filo del catre. Busca en su eterna cajetilla de Lucky Strike, fuma dos o tres cigarrillos, haciendo tiempo para que se duerma y así poder evitar alguna muestra de cariño, programa el televisor y se tumba sobre la almohada.
Ella deja de preguntarle ¿Que tal tú día, amor?
¿Son felices?
¿Se lo preguntan?
¿Importa?

Él empieza a masturbarse a un lado de la cama. Su lado de la cama. Marcan lugares. Ella a la izquierda, el ala derecha.  Se amanece descargando pornografía en su computadora. Las ojeras son terribles. No piensa buscar trabajo.  
Sigue llegando tarde. Ella no dice nada.
Él engorda. Suda. Le crece la papada. Se ve obligado a usar lentes. A esconderse. Sólo frecuenta la noche, con un gabán raído que choca con el suelo. Usa pantalones extra-largue. Lee menos, espaciosamente. Bebe con más frecuencia los fines de semana. Se pierde algunos días. Vaga y sufre.
La cama es grande y ella se queda mirando películas subtituladas hasta las cinco de la mañana. Lo extraña y sufre también.
Llega buscando problemas. A veces llora sosteniendo su cuerpo en la pared, la busca en las tinieblas. Rompe lunas, adornos, despierta a los vecinos. Patea la ropa amontonaba, cae entre sus gritos, lagrimas, se mea en los calzoncillos y se duerme. Ella escucha todo en su lado de la cama. No puede dormir.
Ella está por graduarse en la universidad. Ha conocido mucha gente pero ya no le cuenta nada a él. Es conocida en su pequeño círculo de amigos. Es querida y deseada. Esta más guapa que nunca.
Tiene amigos que la llaman por teléfono, la acompañan en taxis hasta el edificio, la invitan a salir. Ella sigue pagando las cuentas. Ella no quiere dejar de ser independiente.
Uno de sus amigos es un profesor de filosofía, se conocieron en la academia pre-universitaria. Es bajo, narigudo y usa unos lentes enormes. Ella empieza a disfrutar las noches rebotando entre cantinas, cines y cafés con sus amigos.
Cristian así se llama el profesor le regala un CD de Silvio Rodríguez. Ella queda fascinada. Te doy una canción, es su tema favorito. Escucha la canción de madrugada, piensa en él, cuando lo conoció, tan flaco y tan suyo. No se permite llorar.
Otras veces, no puede. Entonces las notas musicales deshacen sus ojos en llanto.
Discute de cualquier cosa, gritan, se insultan, se piden perdón.
Cristian le pide su número telefónico. Ella se lo da sin rodeos. Hace tanto que un muchacho no tiene tantos detalles con ella. Comen empanadas en la avenida Wilson. A ella no le gusta echarles limón. Se ríen de los gansos en el Parque de la Exposición. Pasan de largo por la alameda Chabuca Granda. Él le cuenta las aventuras de Diógenes. Ella piensa más y  más en él.
El otro no vuelve a esperarla con la tv encendida. Deja un espacio para que se acomode, duerma, no joda.
Ya no tiene detalles para ella.

***

Ella a veces encuentra los poemas borrados, mal escritos, arrugados, que él escribía. Los esconde entre sus fotos en una caja de zapatos. Los mete debajo de la cama.
Una noche sus amigos quieren conversar de Bataille. Ella no ha leído a Bataille. Nadie ha leído a Bataille, pero todos quieren conocerlo por que escribe de sexo.
¿Qué ya te tienes que ir? ¿Tan pronto?  Le pregunta, sempiterno Cristian tras  el humo de su cigarrillo.
Sí, tengo que llegar a casa temprano, dice ella.
Mira su reflejo a contraluz en las ventanas de la habitación. Tiene 21 años.  Esa noche vuelve a esconderse con los manuscritos de él en el baño. Llora.  

Algún tiempo después, quizá a las tres o cuatro de la madrugada,  los dos en su lado de la cama, pasean los ojos por el cielo raso.
Están borrachos.
Han llegado tarde. Huelen a sudor, a fiesta.
Cada uno ha tomado con amigos distintos. No recuerdan cómo llegaron a la cama. Una lengua de bruma les borra parte de la película. Quizá un amigo en hombros o algún taxista buena gente los entrego a su lecho.   
La televisión esta prendida y suena una voz metálica prediciendo el fin del mundo.
El amor es una palabra que evitan esa noche.
Cada uno vaga en sus recuerdos.
Entonces sus cuerpos están ahí, cada uno en su lado de la cama, nada más. 




  RELATO: Julio Barco
  IMAGEN: QUINO

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy poético. Creo que ese es tu fuerte. Me hace recordar mucho a Lima y a los amores que nunca tuve.

Gimel Zayin