DOS CHELAS CON ALBERTO
COLÁN
recordar es volver a vivir. vivir para contarla. confieso que he vivido. el olvido que seremos. la memoria es injusta. Los tajadores se toparon con Alberto Colán. 2 chelas y, más na.
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Armando Arteaga, José Diez y Alberto Colán (tomado del blog de Armando Arteaga) |
Ayer conocimos a
Albero Colán. Fue justo la noche que Jorge Roncal presentó la cuarta edición de
su poemario Discurso de las intenciones puras. El susodicho es prácticamente un
desconocido, un ser subrepticio que frecuenta los recitales del centro con un gorro
que le cubre los ojos y una casaca raída. En su juventud militó Hora Zero, el
movimiento literario más avezado de los últimos tiempos.
Era esto precisamente
lo que me hacía recordar su nombre con pulso desbocado. Estuvo implicado en un
evento que ocurrió en el recital/ duelo entre
Antonio Cisneros y Jorge Pimentel.
Fue el hombre del
disparo.
Según la versión “oficial”
Alberto Colán, disfrazado de agente de la CIA, disparó con un arma de fogueo a
Pimentel. Coco, como lo llama de cariño Colán, llevaba un tomate escondido en
el bolsillo de su camisa y, después del estruendo, cayó al suelo fingiendo un desmayo.
Y, bueno, también
recordaba alguno de sus poemas anarcos que aparecen con realismo mágico (según
Colán nadie le avisa donde ni cómo se publican) en antologías y revistas. Los
recordaba poco, como un punk perdido en la memoria.
Quizá para los
estudiosos de la literatura esto les parezca una mera anécdota, pero para los
fans (me considero uno) de la poesía cada anécdota inflama más la curiosidad,
ese morbo medio friki de querer saber todos los “detalles”. ¿No te bacilaría,
aunque fuera secundario, saber más de la vida de tu poeta tótem, de tu poeta
top, por ejemplo? Bien.
Explicado esto y lo
otro, se entiende mi grado de casi detective salvaje haciéndole un
interrogatorio al ya sexagenario poeta horazeriano.
Bajamos por la calle
luminosa de la Avenida Venezuela. Alberto Colán nos quiere invitar unas chelas.
Pese a su edad sigue tomando con silenciosamente frecuencia una que otra
cerveza como para recordar el amor. Recuerda las noches donde caminaba con los
horazerianos, especialmente con Juanra y Coco hablando no solo de poesía, sino
de mujeres, hueviando, riendo, molestándose. Eran unos poetas que lateaban por Lima.
Lima era una caminata que desembocaba en algún bar, quizá en el Palermo, frente
al Parque Universitario, donde un hangar vetusto era el escenario de la jauría
de poetas de los 70tas.
Fue (es) muy amigo de
Pimentel. Y me confiesa que la poesía de Cisneros, salvo algunas pequeñas excepciones,
le parece fallida, artificiosa; por otro lado, la de Coco esta viva y permanece
(aguanta, resiste, puja) fresca para muchas lecturas más. Coincidimos.
Y llegamos al punto
por el que hemos estado oscilando desde que bajamos del centro cultural Guadalupana:
el día del duelo poético.
Hace memoria. Habla
pausado. Parece que los recuerdos se atropellaran en su boca, pero lo que
suelta es lacónico, preciso, casi un haiku. Lo que recuerdo, me dice,
fue
que Jorge estaba preocupado por el evento; días antes bajo a mi casa y
empezamos a planear lo que haríamos. Luego Colán acepto cortarse el
pelo –era la época hippie, de sexo y amor libre y de los pelos desgreñados- al
estilo de un agente de la CIA. La cosa fue, regresa Colán mientras
paladea las piernas apretujadas de una mujer pechugona, que
me corté la melena y llegué con terno. Había mucha gente en el INC ¿lo conoces?
Queda por la plaza San Francisco. Gente hasta en la calle. El recital empezó
tarde. No estoy seguro de lo que acordamos
al final; lo que si recuerdo es que pensábamos dispararle a Cisneros. Yo le
disparé a Cisneros, no a Pimentel. Y, claro, después me salí corriendo del evento.
Estamos en un barcito
restauran de la calle Venezuela. La luz es de un amarillo opaco, jodido,
triste. Una mesa con las servilletas y la cojera de rigor. Estamos lejos de la
calle, casi ocultos.
No puedo evitar sonreir
ante la actitud decidida de Colán. No es que tener el pelo largo lo sea todo,
pero si me resulta serio trasquilarlo
para un performance.
Me resulta un juego
serio como el de los niños.
Y recuerdo al francés
equilibrista que jugó a cruzar las torres gemelas sobre una soga… recuerdo a
todos los implicados, la paciencia, la fe, su llanto al recordar –emocionados-
aquel increíble suceso.
¿Quién dice que los
grandes no juegan?
En fin.
La mesera nos pone solo
un vaso y Colán gruñe.
Pido otro y empezamos
la primera ronda. Una chela al polo y otra al fresco. La destapo y se chorrea
la espuma mojando la mesa. Colán sonríe sarcástico, ya debe intuir que se trata
de un chibolo medio zanahoria, jeropa y adicto a la poesía. ¿Ya no es tarde? ¿No te van a decir nada en
tu casa? Pregunta cachaciento. Luego, chasquido de vidrios y salud.
El primer sorbo de la
cerveza, pienso recordando a Chandler, es como el primer beso: amor, pura dinamita.
Los que siguen es rutina. Costumbre. Los
poetas de los 70 nunca la tuvieron. La costumbre, digo.
Más precisamente los Hora
Zero.
Lo que si tuvieron, y
por breve tiempo, fue una casa. Le pregunto a Colán por ella y, como en efecto domino,
surgen muchos nombres a llenarnos la noche: Tulio Mora, Manuel Morales, José
Diez, Ángel Garrido, Enrique Verasteguí, Juan Ramírez Ruiz, Bernando Álvarez,
Julio Polar… en fin, mucha gente.
Extraña con sus
cojones esas épocas, especialmente a las muchachas de entonces. Hablamos sobre
los viajes. Pimentel se fue por Europa; Juan Ramírez, triste ironía, nunca
salió del Perú. Digo ironía porque en su primer libro aparece una aclaración “Y
tiene un sueño: conocer el mundo” Colán me dice que sólo viajo dentro del Perú
y a países vecinos.
Le preguntó por Oscar
Málaga y me dice que fueron buenos amigos. El interrogatorito sigue, sigue,
sigue. Y es cuando siento una culpa interior.
Y es cuando nos quedamos
callados. Los ojos de Colán contrastan con su rala cabellera. Con su silencio.
Su falta de memoria, su vejez. Es de la generación de Coco, pero se lo ve más
viejo. Jugamos con su edad. Reímos. 65 años.
No siento pena, sino
pienso en el futuro (y me pesa); en mí futuro y el de mis amigos poetas; en lo
curioso que resulta que te recuerden por un suceso anecdótico y oscuro.
Pienso en Alberto, ya
con hijos y nietos, reducido a un hecho, a un píe de página, a una escena. Una
mano, un arma, un disparo.
Y recordando a Bolaño
–siempre irónico frente a la inmortalidad- pongo la costra sobre la herida:
dentro de miles de años ningún poeta será nada, ni buenos ni malos. NADA. No cicatriza, la vanidad es grande. El ego
crece como una herida purulenta entre los poetas. Hace poco un amigo me
confesaba que casi nadie hablaba bien de nadie, todos quieren destruirse,
quedarse con el trono, ser el centro. Esto a Colán parece llegarle a las
pelotas.
Paga la chela sin
rezongar y, ya en el umbral del restauran, esperando que le traigan el vuelto,
me confiesa que quiere publicar sus poemarios.
Y que regresó a uno
de sus amores: el cine. Hace 30 años la película Memorias del Subdesarrollo lo
deslumbró. Después de ver esa película perfecta, se dijo, ¿ya para que ver más?
Se encuentra escribiendo
estudios sobre la selva, mitos y leyendas donde mezcla la poesía. Y colabora en
la revista Cine Indígena junto al
poeta Armando Arteaga.
Su sueño siempre fue
el cine. Aun quiero filmar. Aun quiero publicar. Cada vez urge más.
Ya no puede. Es
tarde, me dice Colán, nos vemos. Cuando enfilo para el paradero ya es tarde,
espero que no jodan en casa.
También espero tener
la paciencia y el dinero para pagarle las chelas a todos los muchachos
impertinentes que vengan con su exacta y feliz manera de ser –dentro de unos 40 años- a preguntarme por
esta época, nuestra época.
por juliobarco