Creo en los jóvenes. Hablar de los jóvenes es hablar de la educación. Ese modo tan importante que nadie parece definir ni concretar. Aquí un texto sobre los Talleres de poesía.
TALLER DE POESÍA
(No fórmulas, sino interacción)
I
No creo que se pueda enseñar a escribir poesía. Es algo tedioso, pero hay que aceptarlo.
Recuerdo lo que dijo Enrique Villa Matas sobre el tiempo de la creación: “si algo tengo que decir, lo diré cuando sea necesario” o lo que Javier Heraud sobre el oficio de poeta “La poesía es un trabajo difícil”
Lo que sí creo es que todos sentimos y todos somos artistas en potencia. Esto lo deben haber escuchado muchas veces pero como la gente es sorda hay que repetirlo: el arte es para todos.
Quizá siguiendo estas y otras bellas consignas nació el Taller de Poesía. Y se plantó en un colegio. En el corazón de San Juan de Lurigancho.
Debo confesar que, al inicio, tuve grandes sospechas sobre el Taller de Poesía. La invitación llegó de Ernesto Montero, revolucionario consumado. Acepté y -al toque- me puse bipolar:
¿Era posible que un grupo de muchachos se interesara por la poesía en los tiempos del facebook? ¿Cómo se enseña poesía? ¿Por qué poesía y no cuentos, o microcuentos, o ensayos?
¿Cómo se come poesía, con ají o sin ají? ¿Engorda?
A mí, la verdad, todo me parecía salido de una película de ciencia-ficción. Lo digo así, sonriendo y de purito corazón. Era increíble ¿La sociedad de los poetas muertos en San Juan de Lurigancho?
En una encuesta que se publicó en España sobre los lectores, los resultados fueron reveladores. Lo encabezó la novela con más del 50 %. Y, por otro lado, sólo el 1 % de la gente leía poesía…. O sea (y siendo optimistas) solo la leen los poetas y sus amigos. Nadie más. Si España es un país de lectores ávidos (sin ánimos de comparar) con un mercado editorial avasallante, ¿cuales serían los resultados de la misma encuesta? ¿Los lectores de poesía made in Perú llegaremos al 1%?
II
Cuando llegué al colegio FE Y ALEGRÍA, luego de perderme por 15 minutos y huir gritando de un perro caramelo de punzocortantes dientes, me pellizqué para saber si lo que veían mis ojos era realidad. Parecía un sueño. Miré alrededor y era cierto. Avancé unos pasos por las mesas, todavía tembloroso. Observé los dibujos que adornaban las paredes y la pizarra en el centro, limpiecita como el lomo de una ballena blanca. La soledad de los héroes pegados en la pared con cinta scotch, tan enormes como inútiles, me dio risa. El colegio, la infancia recuperada.
Y, por supuesto, miré a los muchachos.
Ellos me miraron también y me sentí como E.T. Eran unos diez. Todos pequeños. De 12 a 15 años calculé. Todos tímidos y silenciosos, dispersos en su adolescencia de acné y cabello desgreñado. Con sus apuntes garabateados y lapiceros punta china debajo de sus ojos.
No me recibieron con aplausos. Eso es lo mejor de los jóvenes: su sinceridad. Si les caes bien, bacán, si no da igual.
Un valor que pierden cuando raspan la sociedad y tienen que seguir reglas y conductas aprendidas.
Lo primero que capté de los muchachos del Taller fue su enorme timidez y falta de concentración, algunos perdidos en la luna de Paita, otros en sus mensajitos de BackBurro, perdón, Blackberry.
Eran unos muditos. Dos puntos flacos en la educación: la concentración y la actitud sumisa.
Quizá lo de “sumisos” se deba a que nos educan para la veloz escritura de los dictados; para no preguntar; para quedarnos callados, ¿recuerdan esa canción terrible de la infancia? La lechuza hace shhh, hace shhh, todos calladitos, todos calladitos, haciendo shhh, haciendo shh… callar es aceptar, no criticar, y creo que la poesía, o los Talleres, deben romper ese delicado y tonto cristal.
En otras palabras, ¡hay que gritar!
Respetar sin miedo, sin cobardía, sin violencia.
Lo de la “concentración” tiene una infinidad de causas. Hoy que vivimos (padecemos) rodeados de la cultura de la imagen, del “rápido movimiento virtual”, darnos un tiempo para concentrarnos parece una tarea hercúlea.
Lo que tienen (y les sobra) a los muchachos del taller es un motor más fuerte que cualquier energizante: la voluntad. De ahí parte todo, sin duda.
Una forma bacán de hacerlos hablar (porque monologar sobre cualquier tema después de 10 minutos es insoportable) es preguntando sobre temas cotidianas: lo que les jode, lo que saben, lo que piensan, lo que sea. Les hice la pregunta de rigor: ¿Por qué vinieron al Taller? ¿Cuáles eran sus expectativas? ¿Qué poetas conocían? ¿Escribían poesía hace mucho o poco? Descubrí que a penas conocían a Neruda y Vallejo, pero lo que más estimulante fue saber sus historias.
Roberto Bolaño dijo que las personas de a pie les ocurrían eventos fantásticos y que, por carecer de “herramientas literarias”, no las podían contar/escribir.
Sus respuestas, digo, fueron deslumbrantes. Y esto – creo - es lo que se debe buscar en todo Taller de poesía: aprender a escuchar al otro; entender que nuestras vidas pueden engrosar y pintar cualquier libro, lienzo, película. Que escribir es un modo de rebelarnos, de hablar. Que tú eres importante.
Qué, ¿por qué no?, tú puedes.
Cuando ellos se contaban sus historias parecían asechados por una voz. La voz que sale de lo que nos incomoda o de lo que amamos. Y su emoción era del tamaño de una montaña mágica.
Y la Literatura se transforma. Deja de ser una materia endeble los datos y fechas de movimientos, las características aburridas del Modernismo, las lecturas soporíferas de Ña Catita. Deja de ser, para re-nacer.
III
No hay reglas, ni fórmulas, ni recetas. Escuchar al otro, aprender del otro, entenderlo y valorar su diversidad es un modo de conectarnos.
La poesía, claro está, seguirá siendo ese trabajo anacoreta, de sudor y calambres, de amor… casi con tuberías bajo suelo, casi como un cactus amargo del cual a veces brotan flores amarillas. Un trabajo de uno y su soledad. Sin embargo, creo que la poesía ayuda, conecta, no cabe duda. La poesía como una alternativa. Importa porque tú importas.
Todo depende de aflojar las corbatas y entrenar la sonrisa.
En el Taller, claro, no sólo fueron preguntas, sino una serie de dinámicas y juegos que realizaron mis compañeros. Espero que ellos hablen sobre esto. Solo me queda darles las gracias por la oportunidad y repetir:
No fórmulas, sino interacción, siempre, siempre y siempre. Ese es el quid.
Larga vida a los Talleres de poesía.