Texto leído en el homenaje a Javier Heraud (23/01/13)
Por:
J.B.A
PREGUNTO, sin ánimos de joder a
nadie, ¿qué nos queda de Javier Heraud? Y, siguiendo con esto, ¿qué se esconde
detrás de los muchach@s que piratean sus poemas y lo defienden sacando los
dientes cada vez que alguien osa macular su nombre en vano? Esos loquillos que hace poquito no más
querían apanar al poeta Rodolfo Hinostroza porque dijo que Heraud había dicho
que era un pituquito acomplejado. Esas loquillas que sueñan con tener su coherencia,
mientras releen su obra completa en ediciones anticuchas, apolilladas (quizá la
que Peisa editó el gobierno de Velasco) pasadas de mano en mano, que de
tanto subrayar ya son un mamarracho de hojas espesas con olor a naftalina. Esos
y esas, ¿Qué los sigue moviendo? ¿Cuál es el color de su ímpetu? ¿De donde
viene tal vehemencia? ¿Qué hay detrás de uno de los mitos más grandes de los
últimos años de las letras peruanas? ¿Cuál es su cau cau?
Mito, que fea, la verdad, ¡que fea palabra es
la palabra mito! Me recuerda a enclenques clases de Historia, a profesores aletargados
que olían a pis, a todo eso que se repudia cuando la rebeldía escupe sus
canciones en la oreja. Y esto de la rebeldía te debe sonar clarito, más claro
que los ríos de Macondo, mi querido Javicho… Y esto no es una clase más, aunque
parezca. Vaya que parece, tanta gente sentada, acomodando el culo, esperando
paciente las ponencias, declamaciones, canciones, intervenciones y demás ones…
Toda esa maraña de afectos intelectualoides a nombre de uno de sus vates (con
uve no con be, porseaca) más admirados. De seguro, si estuvieras aquí no
aguantarías las ganas de salir corriendo, de buscar la vida en otras partes, de
ir–como dice Angel Guinda- donde nacen las utopías.
Pero mejor sigo y sigo: ¿Qué mueve a los viejos
anarquistas, los sindicaleros, los muchachos del Partido de la Ternura, las
muchachas desesperadas e incondicionales a las pinturas, los loquitos que
todavía creen que la poesía es un relámpago maravilloso, a todas estas personas
que hoy han dejado de lado el internet y la buena vida y han venido a tu homenaje?
¿Qué hay detrás?
¿Qué
hay detrás de todos esos cacasenos que, muy estudiosos, ubican una vida apurada
e indómita (como un río) dentro de años, preguntas para ingresar a la
universidad, claves para aprobar el curso de Literatura?
Quizá detrás de estos
últimos haya caca, pero de los otros,
de los soñadores que te siguen, Javicho
¿Qué hay?
Mejor no sigo porque el calor y la verborrea aburre, cansa, agota Javicho, este
miércoles que no habrá tortas ni velas en tu entierro, ni el eterno e insípido
sapoverdetuyu ni los abrazos asfixiantes que vienen a contrarrestar el vacío
del espíritu, pero si hay calor, calor y solemnidad, y miedo y una inflación a
la vuelta de la esquina y una sociedad hipócrita, ensimismada, tenue y fea como
una máquina de afeitar vieja y una clase política hastalashuevas que jode y
jode y jode y unos intelectuales regocijados en sus rabiosas conspiraciones
para escribir mejor que Vargas Llosa y…
Oh, pero me desvíe del tema y, pa concha, no
resuelvo la pregunta del crucigrama ¿qué nos queda de Javier Heraud?... Empecemos por algún lado. Hay una respuesta.
Una al menos. Y es apurada y sencilla: poeta,
joven y muerto. Un trío que hace delirar. Deliremos juntos. El recuento de
otros literatos que siguieron esta senda puede ser de paporreta, igual hagamos
memoria: Roque Dalton, Andrés Caicedo, Lucho Hernández, incluso Conti y el
autor de Con el diablo adentro…Etc, etc y de nuevo etc.
Ahora, cortemos, sin
bisturí, las tres consignas.
UNO:
Poeta
Como
poeta Javier Heraud mostró una sencillez y sinceridad difíciles de situar
dentro de la poesía peruana y, por que no, latinoamericana. Sencillo, pero no
tonto; sencillo, pero no cursi. Por eso días, días en los cafés del centro y el
Patio de Letras de San Marcos, se
respiraba la influencia de la poesía española (Salinas, Quevedo, Lorca, Machado
especialmente), la anglosajona (Eliot sobre todo) y la ubicua poesía del dúo
Vallejo/Neruda, dos caminos disimiles y abiertos. Y Heraud era un lector
compulsivo, promiscuo, opíparo. Lo tenía claro, no se hacía roches: quería escribir
sencillo. Sin artilugios poéticos ni volteretas sensacionalistas. Para tod@s.
Lo suyo, al menos en sus primeros poemarios, era el verso libre y directo. El
Río –su primer poemario- es una muestra, un ápice, de la fuerza que podía
recaer sobre palabras silvestres, como guijarros, pero bien compactas. Sobre
sus versos repercuten los versos de Machado y, sobre los dos, los de Manrique.
Muestra precocidad de poeta.
Tenía 17 años. Podemos asumir – apresuradamente- que los poetas, a diferencia
de los narradores (que pueden ir puliéndose a medida que el tiempo avanza), son
más cercanos a eso que algunos llaman don y otros talento. Lo que no quiere
decir que todo venga de generación espontanea, no. Las condiciones estaban echadas:
ingreso a la Católica a los 16 años a estudiar derecho (por un lado). Y por
otro, más bien intuitivo, tenía una sensibilidad especial. Sumas que dan una
suerte de Rimbaund lorcho, una especie de artista adolescente que, como los
cohetes de los cuales hablaba Jack Kerouac, iba a ser una ráfaga en el aire,
hermosa y efímera.
Poesía que se despuntaba para SER pero en su transcurso ya ERA grande. No soy un crítico literario
y los juegos de inter/textualidad y demás mamadas las pueden encontrar en
libros anillados que venden frente a las universidades. O consultando con Wikipedia.
Debo decir, eso sí, algo más. Y esto es un recuento inevitable, quizá el
momento filing de mi entre comillas ponencia. Es un recuerdo.
Lo primero que leí de Javier fue un poema en fotocopia que nos entrego un
imberbe profesor de literatura en el último año de colegio. Era un profesor que
todavía no había acabado la universidad y necesitaba de las separatas para
contrarrestar los vacíos de sus clases. Nos enseñaba de García Márquez y Neruda
mientras el sudor corría por su espina dorsal. Era ese poema lacrimógeno sobre el otoño.
Era
el poema.
Y no es que esto me haga
llorar… decía esa voz grácil y triste, al borde de lo solemne y tierno.
Ese,
por un lado, y el por otro, el folleto que me presto mi amigo Oscar en la
academia. Un folleto amarillento que contenía el Río, que leí caleta en la clase de aritmética y fotocopie ni
bien salimos de la Aduni. Para mí el Rio solo me sonaba a una banda de “rock”
hastaelqueso que escuchaban los chimuelos que hacen su fiesta de promoción.
Este río era distinto: fluía, fluía, fluía. Y, a veces, era tierno y otras
salvajes. Los dos momentos, dejaron una marca rebelde e indeleble, esa voz que
dejo una marca en mis adentros, casi casi parecida al rock de Charly García o a
los besos de la ardilla Mara, una de esas que te hacen decir, puta esto era
exactamente lo que buscaba, o ¿esto es poesía? Fueron –como dice Alberto
Fuguet- una epifanía. Yo que - hasta entonces- pensaba que la poesía era pura palabra enrevesada o idiota como la de Chocano. Pero sí, era poesía
y de la buena y de la grande. Y era mía. Y llegó cuando más la necesitaba,
cuando buscaba una fe, un símbolo de paz, algo a lo que asir esa vorágine
(estúpida) llamada adolescencia.
Sigamos
con el trío.
DOS: Joven
2013 marca el calendario, los putos Mayas se
equivocaron. No hubo fin del mundo porque ya estamos en él. No me miren mal, pero creo firmemente –como
creía Gardel- que el mundo fue y será una porquería. Lo dice un joven
con la misma edad que tenía
Javicho cuando lo mataron. 21 años. Para los que partimos del hachazo que
significó el internet en nuestras vidas –horas y horas regadas en el sano
hueveo- no podemos entender lo que significa ser consecuente con los ideales. Ser
joven ahora es ser normal, pertenecer a un modelo. La rebeldía se vende en la
misma tienda donde compras el pan y la cerveza. Ser joven y rebelde es casi un
cliché. No hay ideales.
Ideales que Javier tenía, claro. No importa (y
que me disculpen los más viejos) de que tipo o calaña eran. Lo que importa es
que los tenía. Y esto precisamente es de lo que carecemos en estos tiempos del
facebook: convicciones, consecuencia, valor. Ideales que no lo hacen un mito
(volvamos a la fea palabra) no, sino un ser humano complejo y sencillo,
contradictorio. Javier no es un mito, no, nicagando, fue real y, por eso,
imperfecto. Se enamoro, la cagó, fue egocéntrico, tierno, espontaneo. En fin.
No puedo dejar de evocar aquel momento
estridente, el momento de su muerte. En el libro que publicó su hermana Cecilia
(Vida y muerte de Javier Heraud,
libro que me robé en un stand de Quilca) el pasaje de la muerte aparece nítido,
con distintas versiones pero de un solo color: blanco. Cuenta los entretelones
antes de la muerte. Un grupo de barbudos que llegan a un hospedaje en Puerto
Maldonado. La policía los descubre y persigue. Javier se interna junto a un
amigo en la selva. Pasa una noche entera ahí, la víspera de su muerte. A veces
me he preguntando cuales fueron las últimas ideas que pensó, como fue soportar
esa noche en el corazón de la selva, solo, temblando, aguijoneado con el sonido
de las chicharas.
Javier, ante los soldados que
lo perseguían en el río de Puerto Maldonado, en ese último rapto de vida, antes
del dun dun, alzo una especie de bandera blanca. Lo que quiero decir es que
Javier no quería morir. No tengo miedo de morir entre pájaros y arboles, dijo. Y de esto, aunque no tenga nada con que
sustentarlo salvo mi buena fe y mi intuición, estoy completamente seguro: yo
creo que si tenía miedo. Javier hubiera preferido seguir respirando este aire
con smog, sucio aire cargado de vidrios rotos, apestoso, pero vivo. Vivir vivo,
decía Juan Ramírez Ruiz. Y eso es lo que pienso. Inmolarse para ser mito parece
un peso que cargamos desde que Tetis le dijo a Aquiles que su destino era la muerte
a cambio de la inmortalidad. Aquiles lo sabía y fue a Troya. Javier no tenía
planeado morir. Javier no lo sabía. Sus planes eran más sencillos: cambiar el
mundo. O si quiera intentarlo. Pero ya no esta. Es una respuesta que cae de
madura, para los que amamos la vida (Javier era uno de ellos) la muerte es
detenerse. Inmolarse, no, no se inmolo, lo mataron. Su coherencia fue seguir en
lo que pensaba era el único camino, equivocado tal vez, pero camino a fin de
cuentas.
Y esto, como un efecto domino, hace que estemos
aquí. Hoy. Como también están los colegios, libros, calles, pueblos, personas y
entes que llevan tu nombre, que cargan ese homenaje tácito y anónimo, ese
destello que lo hace no morir 2 veces, que es como mueren los que son
olvidados. Y estamos aquí y aquí nos vamos a quedar.
Volvamos al trío.
TRES: muerto
Ya lo dije hace instantes. Hay toda clase de versiones e
ideas frente al encuentro con la pelona. Ufff…Recuerdo que Octavio Paz decía
que la muerte justificaba la vida, por ende, morir debe ser un acto glorioso.
También están quienes, como Caicedo, le ponen fecha. Asunto poco recomendable aunque
igual de admirable. Otros, como Bioy Cáceres afirman que todos somos héroes porque
vamos a morir. Y hay quienes como Melquiades se aburren de la muerte y vienen a
visitar a los vivos. Morir es un misterio. Por eso hay que tocar madera. O, si
somos más bien materialistas, no dejar de creer en la materia. Persignarnos a
nombre de la materia. En el nombre del átomo, de la mecánica cuántica… etc.
Morir. Morir joven. Y, de nuevo, regresemos,
después de estos comerciales, a la pregunta del millón, perdón, de rigor, la
del inicio, la neurálgica, la que empezó todo esta cháchara onanista, todo este
bullicio de joven adicto a la poesía, de sueños punzocortantes, ¿Qué nos queda
de Javier Heraud?
Lo repito: su consecuencia. Sea cual sea nuestra
utopía uno debe entregarse sin tregua, como se entregan los amantes a la hora
del amor, a eso que es hacer lo que piensas, a eso que es actuar según tu ritmo.
Nos queda su consecuencia y algunos bellos poemas, y ese rostro de triste
alegría, agridulce, de muchacho jubiloso que guardo en una botella un papel con
un mensaje y luego lo encerró en el cemento de la columna de su casa; ese
pájaro atrevido que le dijo a Calvo que era mejor poeta que él; el loquito que
vagabundeó sin dinero ni esperanzas por un París mugroso donde conoció a Vargas
Llosa y a Luis Loayza; ese muchacho que, en las cartas que le enviaba a su
amigo Degale, afirmó “La vida es complicada, hermano Dégale. Pero
para mí se ha tornado como el agua de una fuente cristalina, es decir, pura. Ya
he pensado qué haré el resto de mi vida: caminar, leer, soñar, dormir un poco,
escribir, conversar con mis amigos en las cantinas, reír otro poco. No
estudiaré derecho ni seré un hombre de provecho. ¡Qué importa! Pero: seré feliz
a mi modo, y habré ganado mi batalla, mi única batalla, mi insólita esperanza.
No desesperes. La vida no ha terminado y recién comienza para ti y para mí”
Salud Javier, imagino las
rumbas que debes tener con César, Alejandro, Toño, y otros locos que hacen
sulfurar a San Pedro, y se me hace agua a la boca. Agua salada, agua que
rebasa. Agua de la cual salen corriendo los ríos. Agua de la cual no has de
beber. El río. Ese río de tu nombre que cruza la pista de Alfonso Ugarte y
atraviesa el Metropolitano, se toma un emoliente con menta en la esquina, sube
las escalinatas de la entrada del Centro Guadalupano, penetra sigiloso por entre
la gente y me viene a mojar estas manos, unas manos –mis manos- –mis manos- que
si tienen miedo de morir entre pájaros y arboles.