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lunes, octubre 14, 2013

La que nunca tuvo nada (poema)

Autor: Jaime Mamani Solórzano, gineco - obstetra del Instituto Nacional Materno Perinatal, Maternidad de Lima. ¿Alguien recuerda la huelga de médicos que duro cerca de un mes hace poco tiempo no más? pues bien, este hombre puso en riesgo su vida durante la protesta, víctima de la incapacidad del gobierno por no saber entablar políticas justas y objetivas para el bienestar de los trabajadores del estado. Las fiestas patrias la recibimos en medio de varios reclamos, en medio de la gente que ya está harta de tanta corrupción, en medio de los jóvenes que luchan por sus derechos "hasta quemar el último cartucho". Aquí dejamos también un video del mismo médico ya en tratamiento y recuperando su salud...hasta cuándo tenemos que aguantar tanto para ser escuchados, cuántos más quiere el Estado que pongan en riesgo su vida para poder decir el pueblo que existe todavía. ¡HASTA CUÁNDO!


LA QUE NUNCA TUVO NADA



Entonces los dolores le dijeron que la hora había llegado,

cogió pues los ropones que con sus manos había hecho,

los que tantas veces regó con sus lágrimas. ..

Llevaba a su viejecita madre al lado cuando llegaron

a la puerta de aquel Hospital.

Mientras le atendían ella recordaba, solo recordaba,

sus recuerdos le llevaron a aquella mañana fresca,

cuando bajo los eucaliptos un varón al oído le habló de amores,

Ella la que nunca tuvo nada, ahora tenía un gran amor.


Recordó el día que supo iba a ser madre,

¡la felicidad se vestía ahora con su nombre!

Entonces se puso bella como el sol, adornó sus cabellos con flores del campo,

fue y le dijo a aquel varón que ella sería madre, que él sería padre,

que ambos tendrían el niño más fuerte, el más hermoso del mundo,

recordó entonces la respuesta del aquel hombre:

que vaya a saber con cuántos hombres habría estado ella,

que él no era padre de aquel crío, que si estaba acostumbrada a eso hacer,

que no lo vuelva a ver porque si no, si no, no respondía

y de quitarle la vida capaz era.

Recordó como corrió, las sombras de aquel bosque la acogieron,

ellos fueron testigos de su dolor y su llanto,

fue allí que bajo la luz de la luna le encontró su vieja madre

la abrazó y la amparó como siempre.

Unas palabras la sacaron de sus pensamientos,

“Niña, ya vas a ser mamá”, le dijeron las voces,

se despidió entonces de su viejecita madre.

Vio muchas máquinas, muchos sueros, muchas agujas,

Vio rostros alegres, rostros amargados también

que si la prepararon, que si le dijeron que tenía que colaborar,

que solo puje cuando le digan.

Dios, ¡qué temor! ¡no me abandones padrecito!

Dónde está mi madre, por qué no puede entrar la viejecita.

Los dolores son ahora más frecuentes,

siente que sus entrañas se desgarran, quiere llorar,

que respire cuando viene el dolor, que todavía no puje,

respira más rápido, hunde sus uñas en la improvisada cama,

se desespera, suda, se agita, quiere gritar.

Finalmente el llanto de un niño culmina sus tormentos,

ahora quiere reír, quiere llorar, quería gritar al mundo su felicidad.

¡Ella, la que nunca tuvo nada, ahora tenía un hijo!



Lo abrazó, besó sus húmedas mejillas,

se miraron, se conocieron se sonrieron,

los delicados dedos del niño cogieron el dedo de su madre,

entonces lloraron juntos.

Luego quedito al oído le dijo:

“No llores palomita mía, mi corazoncito”.

Ya hablé con tu abuela, juntas vamos a trabajar y te vamos a criar.

Tú nos acompañarás, nada te va a faltar.

El tiempo parecía no existir, la agitación de los demás la sobresaltó,

que si estaba sangrando, que si no paraba la sangre

que si corran por el suero.

Empezó a sentirse débil, no podía respirar, el frío traspasaba su alma,

que extraña debilidad recorría su cuerpo

de pronto escucho: quítenle al niño, que si está grave.

Sin tener fuerzas para gritar abraza a su niño,

que no se lo quiten, que no se lo quiten

que si se lo quitan se le va la vida también.



Una mañana fresca, bajo la sombra de eucaliptos,

un hombre habla de amores al oído de una joven flor.

Lejos muy lejos, una viejecita sube el empedrado camino

a un triste cementerio y lleva cargando un joven crío,

La que nunca tuvo nada ahora tiene una tumba.

Donde su viejecita madre y su crío dejan flores frescas… y lloran sobre ella.

jueves, marzo 21, 2013

Carta a Zavalita







Existe un chiste muy bueno, Zavalita, cuando George, el gordito tacañón, le pide a Seinfield que por favor le recoja sus libros que están en la casa de su ex, este le responde. "¿Por que la gente conserva sus libros? Acaso Ahab y la ballena blanca se hacen amigos en la segunda lectura?" Bueno, más o menos, me ha pasado así, Zavalita. En las primeras lecturas de las obras maestras, tú lo sabes bien, supersabio, te gana la emoción (a menos que seas un puto crítico). Lees un libro como una quinceañera mira su telenovela o como un nerd que lee el nuevo episodio de capitán Carcaman. Te devoras cada página, cada palabra es una daga más en tu corazón masoquista. Las segundas y las terceras lecturas, la emoción sigue ahí, pero surge la sospecha. De repente, una escena se dibuja diferente o un personaje ya no es un idiota sino un trágico, un inocente víctima de la malvada sociedad. No sé, Zavalita, piensa: ¿Por qué carajo no se me ocurrió!. 

Mi primera vez contigo (digo, cuando te leí, no seas mal pensado) me sentí como mi vieja cada vez que ve sus telenovelas mexicanas. De tanta emoción se me acabaron los dedos. Era como si yo fuera el último Aureliano, cuando de pronto empieza a descifrar el manuscrito de Melquiades y empieza a ver toda la historia de macando en un instante, el aleteo de una mariposa desencadenando la explosión del universo. Ahí me veía, ¿Dennis? ¿Por qué me jodí? Zavalita, yo me veía en ti. Yo también odiaba a mi padre por haberme traído a este puto país (ahora ya no, ahora, como dicen los mexicanos, somos compas). Yo estaba tan con cara de imbécil, torturándome con la duda. Dennis, piensa: y si te hubieras quedado en el Perú. Cruzas la calle, las casas blancas y perfectas, los jardines extensos y solitarios. Un abeja gigante. En Perú, son tan chiquititas. Yo estaba jodido. Había dejado la universidad. Trabajaba como un peón más. Como tú en La Crónica.Era un mediocre más. Tú eras mi héroe, Zavalita, eras ese yo, tan mediocre, tan patético, pero revestido de dignidad y gloria gracias  a la literatura. Pero como afirmaba Seinfeld. Te tuve que leer por segunda vez y te me derrumbaste. Eras peor que Cayo Mierda porque aunque sea él, con métodos corruptos, salió ganando. 

En cambio tú, teniéndolo todo, recibiendo segundas oportunidades por montones, decidías rechazarlas. ¿Por qué? ¿Por simple masoquismo? ¿Creías que con tu melancolía el Perú dejaría de estar jodido? ¿Acaso te avergonzaba tener dinero?  ¿Pensaste que siendo un pobretón ibas a redimir a nosotros, los cholos del Perú? Si leyeras tu propia novela te darías cuenta que Ambrosio, Amalia, tal vez Ana, representaban ese espíritu de progreso del cholo. Nosotros también queríamos nuestra casita, nuestro negocio propio. Darnos unos gustitos de vez en cuando.  Ser felices sin tener que atropellar al prójimo. 

A veces pienso que el esclavo no debió morir, sino tú, ¡por imbécil! No era mejor formar una empresa con tu dinero. Tratar al trabajador con dignidad. Respetar las leyes laborales. ¿Aumentar la producción con incentivos y recompensas? ¿De que te sirvió tanto conocimiento? Querías ser un revolucionario y querías matar burgueses.

Deseabas la falsa gloria de los héroes enterrados y después la gran revolución se iría a la mierda y nuevos ricos surgirían y otra vez a lo mismo. ¿Desde cuando se jodió el Perú? No me jodas, Zavalita. No te pases de pendejo. Tú te jodiste solito. 

En realidad, eres como la parábola del hijo prodigo. Un tipo que se cree un chingón, que piensa que la va a hacer en la ciudad, le pide todo su dinero a su papi. Como todos sabemos, malgasta su herencia, sufre como un hijo de puta, pero tiene los huevos de regresar. Tú, Zavalita, supersabio, nunca quisiste regresar. ¿No podías cagarte en tu orgullo? En realidad, pudiste haber hecho más cosas desde tu posición. 

Por deno "zavalita" gonzales

miércoles, marzo 20, 2013

TALLER DE POESÍA




Aparece, por fin, el libro antología/testimonio del Taller de Poesía. Buen proyecto, gestionado por muchachos del Gremio de Escritores y el profesor Juan Carlos Durán. Es un proyecto de corte experimental, con escolares que -surrealistamente- iban los sábados por la mañana a escuchar, hablar, compartir e intentar esbozar algo de poesía. 

Y acá una antología de sus primeros intentos, de yapa algunos testimonios de gente que integró el proyecto. Es, claro, un tema para debatir a fondo: es posible enseñar a escribir poesía? cuál es el papel de los talleres? de qué modo se puede influenciar con la poesía en estos tiempos? de qué manera construir el puente para los iniciados? 

Lo que me gustó (y gusta) de proyecto es que no hay Verdades en mayúsculas, (algunas en minúsculas  claro, pero pequeñas), ni una actitud vertical de erudito estúpido, ni formalismos. Así, en amistad, es posible abrir ventanas. 

Fue más bien una relación  de amigos incondicionales al verso, a escribir, a leer, a compartir. Esto es lo que salvo del fuego, la poesía como expresión que acerca a los hombres y mujeres. Escribí (algo  más/algomenos)  un texto sobre el tema, aquí lo posteo:

http://chipichipibumbum.blogspot.com/2013/01/poesia-en-la-escuela.html


La presentación es el jueves 21, no falten (y sí faltan avisen para guardarles un libro)

j.b. tajo

martes, marzo 19, 2013

Carta a Vallejo






Detesto los bares americanos. Hasta ahora no he encontrado uno donde se pueda beber tranquilo, sin meseros entrometidos, ni ese bochinche horrible de la alegría humana. Ya ni siquiera uno se puede deprimir a gusto. Iba a celebrar tu cumpleaños. Ayer cumpliste 121 años (estas vieja, Vallejo!). Tenía pensado sentarme en una mesa, en una esquina, debajo de un foco amarillento, con mi cerveza, una pluma y mi diario. Sentarme y escribir hasta el amanecer, hasta que se acabasen las últimas hojas de este cuaderno tan sucio y descuidado como su dueño. Porque, maestro, soy un místico. Qué mejor manera de festejar tu natalicio que ser el hombre más triste del mundo, escribir en las últimas hojas de su diario sobre una mesa tristísima. Sólo, pequeñito, con una sonrisa metida adentro; la gente que te mira como un loquillo inofensivo. Ese era el plan y como hasta ahora no he encontrado un bar así, no me quedó otra que deprimirme en un Macdonald.  

¿Hasta cuando, Vallejo, esta tragedia? Más trágico, me dirás, es escribir en un fastfood. Yo te respondería. Aquí al menos me puede sentar tranquilo y pedir una coca-cola con un Bigmac. La música no es intrusiva. Nadie te fastidia. Es soportable la carne que sabe a derrota, el dolor de estomago en el alma, la epifanía de que ya no puedes caer más bajo. Pero, no es motivo de ponernos tristes, que ayer fue tu cumpleaños y eso basta para ser feliz. 
  Siempre supe que ayer fue tu cumpleaños, no porque me fije en el calendario, sino por desde los primeros minutos de tu onomástico, me sentí raro. Nada tiene que ver los policías que me persiguieron y casi me secuestran. Como ya sabrás, ahora vivo en el Paso, una ciudad paranoica de vivir tan cerca a Juarez. Dicen que es la ciudad más segura de Estados Unidos, pero debe ser gracias a las cámaras en cada semáforo, a los helicópteros que sobré vuelan la ciudad a cada hora, de los patrulleros y las camionetas de homeland security en cada esquina. Uno se siente seguro, pero por dentro te cagas de miedo, peor si uno de ellos decide seguirte. Caminaba tranquilamente hacia la casa de mi amigo. Me había llevado por casualidad sus audífonos. Así que a la 1 de la madrugada, de buena gente, decidí ir a su casa. Caminando por la avenida California. Primero fue una camioneta 4x4. Estaba estacionada en una esquina. Yo paso tranquilo y en eso, la muy puta, me empieza a seguir. A mi me dieron ganas de correr. El pendejo me siguió hasta la avenidas Oregon, de ahí yo doblé a la izquierda y él a la derecha. Debe ser una coincidencia. ¿Aquí no hay policía rednecks o sí? Ay, mi madre, no me gustaría morir tan estúpidamente. Prefiero morir en Juarez, es más chingón. 

De vuelta a casa, una vez entregado el paquete especial, con mis manos en los bolsillos, fumando un cigarrillo inexistente, el mismo patrullero estaba en la esquina. Mierda. Ahora sí, me echo a correr y a ver que pasa. Un peruano, trigueño, flaco, con cara de drogadicto, ¿cómo no sospechar de mí? Pero yo sólo tenía marihuana en mis pulmones y por eso nadie te puede llevar a la cárcel. Como la primera vez, la patrulla dobló a la izquierda y yo a la derecha. La pesadilla había terminado. En eso, ya casi a una esquina de llegar a mi casita, veo a un carro que se acerca con sólo las faros prendidos. Pensé que era uno de esos conductores hijos de putas que nunca se detienen en las stops así que me paré en la esquina. Resultó que era un policía. Me prendió las luces y una cara escondida me preguntó a donde iba.

  -a mi casa
  -¿dónde vives?
  -1127, Los ángeles drive. 

El policía redneck me dejó pasar. Vallejo, te lo juro, esa noche tuve pesadillas. Soñé que me secuestraban y me abandonaban en la plaza en Juarez, desnudo, desprotegido y con un puñal en el estomago. 

Recién entendí a las 12 de la tarde, en la biblioteca pública de Juarez, el porqué de mi día tan culero. Era tu cumpleaños. Estaba ahí la extraña sensación de un Paris en aguacero, los usuarios que conversaban en voz alta, los niños felices porque iban a ver a las marionetas. Pero más conmovedor fue aquella niña que leía con su padre un cuento infantil y éste le decía que ya se iban. La niña, que no. No me quiero ir, papá. Quiero terminar la historia. Yo casi me puse a llorar. Para evitar tremendo papelón, empecé a chismear en la pequeña librería de la biblioteca. Casi siempre venden libros de segunda a buen precio pero hay que tener suerte para encontrar a algún autor chingón. Pero era tu cumpleaños, Vallejo y decidiste regalarme 4 primeras ediciones de 4 autores chingones (Beloved de Toni Morrison, Among the believers de V.S. Naipaul. The great american Novel de Philip Roth y August 1914 de Alexander Solzhenitsyn). Yo salí contento, como un niño a quién le acaban de regalar el juguete más caro de la tienda. 

Desgraciadamente, la alegría se me fue de golpe. Sentado otra vez en mi cuarto, mi alma se transformó en un gigante sumergido en un mar sin flora, sin fauna. Solo y sin ganas de leer. Volví a recordar a la niña. La historia le parecía más interesante que la realidad. Quisiera tener ese espíritu. Volver a disfrutar de la literatura y no perder el tiempo en leer teóricas u obsesionarme en escribir la gran novela latinoamericana. Me acordé de ti. Cuando te recitábamos en la escuela y actuábamos Masa !Valor vuelve a la vida! pero el cadáver, ay, siguió muriendo. Me acordé de las tardes que te leía en el baño de la casa de mi tía, cuando recién habíamos emigrado. Tus poemas me ayudaron a sentirme humano cuando en este país me sentía como una herramienta más en esta maquinaria imperialista. Tus palabras, muchas veces confusas, me daban esa paz terrenal perdida ya con mi nueva vida. Vallejo, me salvaste la vida. Y qué mejor manera de celebrarte que leerte en un Macdonald, con mi coca-cola y mi bigmac. 

  -¿Están buenas?
  -Pues, mata el hambre.
  -¿Por qué me lees aquí?
  -Me dieron unas ubérrimas ganas de celebrarte aquí. Además, estos fastfoods me recuerdan los días que pasé con mi padre. Todos las tardes, después del trabajo, almorzábamos dos hamburguesas de dólar y compartíamos una soda. 
  -No lo sabía. Perdón. 
  -No se preocupe, maestro. Ya sé que este lugar no es muy poético.
  -La nostalgia lo trastoca todo y hasta lo horrible se vuelve poesía. 
  -Y usted, ¿qué hace por aquí, en El Paso?
  -Quiero visitar Juarez. Aunque en esta ciudad también encuentro demasiada tristeza… Bueno, no te interrumpo más, sigue con tus lecturas.
  -Ah, maestro. Antes que se vaya. Gracias por los libros. 
  -Ese no fui yo. 
  -Entonces, ¿quién?
  -Arguedas te las regaló. De repente se le da por proteger a escritores como tú.
  -¿Apátridas, con la identidad jodida, con los amigos perdidos? 
  -Más o menos. Pero te tiene fe en ti. Dice que no le sigas sus pasos, que el Perú ya no está tan jodido como antes.  

Vallejo, de repente te vas y la bulla cotidiana me invade de pronto. Te veo sonreír. Te asombras de las luces y de los borrachos que se caen en las veredas. Caminas por la avenida, con pasos pensados y yo me siento feliz.

Por: Deno "Zavala"

viernes, febrero 22, 2013

sábado, febrero 02, 2013

Rubén Bonifaz (1923-2013)





Piel, cabello, ternura, olor, palabras-
mi amor te va tocando.
Voy descubriendo a diario, convenciéndome
de que estás junto a mí, de que es posible
y cierto; que no eres,
ya, la felicidad imaginada,
sino la dicha permanente,
hallada, concretísima; el abierto
aire total en que me pierdo y gano.
Y después, qué delicia
la de ponerme lejos nuevamente.
Mirarte como antes
y llamarte de “usted”, para que sientas
que no es verdad que te haya conseguido;
que sigues siendo tú, la inalcanzada;
que hay muchas cosas tuyas
que no puedo tener.
Qué delicia delgada, incomprensible,
la de verte lejos,
y soportar los golpes de alegría
que de mi corazón ascienden
al acercarse a ti por vez primera;
siempre por primera, a cada instante.
Y al mismo tiempo, así, juego a perderte
y a descubrirte, y sé que te descubro
siempre mejor de como te he perdido.
Es como si dijeras:
“Cuenta hasta diez, y búscame”, y a oscuras
yo empezara a buscarte, y torpemente
te preguntara: ¿estás allí?”, y salieras
riendo del escondite,
tú misma, sí, en el fondo; pero envuelta
en una luz distinta, en un aroma
nuevo, con un vestido diferente.

Ruben  Bonifaz

(1923-2013)

jueves, enero 24, 2013

"caminar, leer, soñar, dormir un poco..."





Texto leído en el homenaje a Javier Heraud (23/01/13) 

Por:

J.B.A



PREGUNTO, sin ánimos de joder a nadie, ¿qué nos queda de Javier Heraud? Y, siguiendo con esto, ¿qué se esconde detrás de los muchach@s que piratean sus poemas y lo defienden sacando los dientes cada vez que alguien osa macular su nombre  en vano? Esos loquillos que hace poquito no más querían apanar al poeta Rodolfo Hinostroza porque dijo que Heraud había dicho que era un pituquito acomplejado. Esas loquillas que sueñan con tener su coherencia, mientras releen su obra completa en ediciones anticuchas, apolilladas (quizá la que Peisa editó el gobierno de Velasco) pasadas de mano en mano, que de tanto subrayar ya son un mamarracho de hojas espesas con olor a naftalina. Esos y esas, ¿Qué los sigue moviendo? ¿Cuál es el color de su ímpetu? ¿De donde viene tal vehemencia? ¿Qué hay detrás de uno de los mitos más grandes de los últimos años de las letras peruanas? ¿Cuál es su cau cau?

Mito, que fea, la verdad, ¡que fea palabra es la palabra mito! Me recuerda a enclenques clases de Historia, a profesores aletargados que olían a pis, a todo eso que se repudia cuando la rebeldía escupe sus canciones en la oreja. Y esto de la rebeldía te debe sonar clarito, más claro que los ríos de Macondo, mi querido Javicho… Y esto no es una clase más, aunque parezca. Vaya que parece, tanta gente sentada, acomodando el culo, esperando paciente las ponencias, declamaciones, canciones, intervenciones y demás ones… Toda esa maraña de afectos intelectualoides a nombre de uno de sus vates (con uve no con be, porseaca) más admirados. De seguro, si estuvieras aquí no aguantarías las ganas de salir corriendo, de buscar la vida en otras partes, de ir–como dice Angel Guinda- donde nacen las utopías.

Pero mejor sigo y sigo: ¿Qué mueve a los viejos anarquistas, los sindicaleros, los muchachos del Partido de la Ternura, las muchachas desesperadas e incondicionales a las pinturas, los loquitos que todavía creen que la poesía es un relámpago maravilloso, a todas estas personas que hoy han dejado de lado el internet y la buena vida y  han venido a tu homenaje? 

¿Qué hay detrás? 

¿Qué hay detrás de todos esos cacasenos que, muy estudiosos, ubican una vida apurada e indómita (como un río) dentro de años, preguntas para ingresar a la universidad, claves para aprobar el curso de Literatura? 

Quizá detrás de estos últimos haya caca, pero de los otros, de los soñadores que te siguen, Javicho 

¿Qué hay?




Mejor no sigo porque el calor y la verborrea aburre, cansa, agota Javicho, este miércoles que no habrá tortas ni velas en tu entierro, ni el eterno e insípido sapoverdetuyu ni los abrazos asfixiantes que vienen a contrarrestar el vacío del espíritu, pero si hay calor, calor y solemnidad, y miedo y una inflación a la vuelta de la esquina y una sociedad hipócrita, ensimismada, tenue y fea como una máquina de afeitar vieja y una clase política hastalashuevas que jode y jode y jode y unos intelectuales regocijados en sus rabiosas conspiraciones para escribir mejor que Vargas Llosa y…

Oh, pero me desvíe del tema y, pa concha, no resuelvo la pregunta del crucigrama ¿qué nos queda de Javier Heraud?...  Empecemos por algún lado. Hay una respuesta. Una al menos. Y es apurada y sencilla: poeta, joven y muerto. Un trío que hace delirar. Deliremos juntos. El recuento de otros literatos que siguieron esta senda puede ser de paporreta, igual hagamos memoria: Roque Dalton, Andrés Caicedo, Lucho Hernández, incluso Conti y el autor de Con el diablo adentro…Etc, etc y de nuevo etc. 

Ahora, cortemos, sin bisturí, las tres consignas.  



UNO: Poeta



Como poeta Javier Heraud mostró una sencillez y sinceridad difíciles de situar dentro de la poesía peruana y, por que no, latinoamericana. Sencillo, pero no tonto; sencillo, pero no cursi. Por eso días, días en los cafés del centro y el Patio de Letras de San Marcos,  se respiraba la influencia de la poesía española (Salinas, Quevedo, Lorca, Machado especialmente), la anglosajona (Eliot sobre todo) y la ubicua poesía del dúo Vallejo/Neruda, dos caminos disimiles y abiertos. Y Heraud era un lector compulsivo, promiscuo, opíparo. Lo tenía claro, no se hacía roches: quería escribir sencillo. Sin artilugios poéticos ni volteretas sensacionalistas. Para tod@s. Lo suyo, al menos en sus primeros poemarios, era el verso libre y directo. El Río –su primer poemario- es una muestra, un ápice, de la fuerza que podía recaer sobre palabras silvestres, como guijarros, pero bien compactas. Sobre sus versos repercuten los versos de Machado y, sobre los dos, los de Manrique

Muestra precocidad de poeta. Tenía 17 años. Podemos asumir – apresuradamente- que los poetas, a diferencia de los narradores (que pueden ir puliéndose a medida que el tiempo avanza), son más cercanos a eso que algunos llaman don y otros talento. Lo que no quiere decir que todo venga de generación espontanea, no. Las condiciones estaban echadas: ingreso a la Católica a los 16 años a estudiar derecho (por un lado). Y por otro, más bien intuitivo, tenía una sensibilidad especial. Sumas que dan una suerte de Rimbaund lorcho, una especie de artista adolescente que, como los cohetes de los cuales hablaba Jack Kerouac, iba a ser una ráfaga en el aire, hermosa y efímera.

Poesía que se despuntaba para SER pero en su transcurso ya ERA grande. No soy un crítico literario y los juegos de inter/textualidad y demás mamadas las pueden encontrar en libros anillados que venden frente a las universidades. O consultando con Wikipedia. Debo decir, eso sí, algo más. Y esto es un recuento inevitable, quizá el momento filing de mi entre comillas ponencia. Es un recuerdo.

Lo primero que leí de Javier fue un poema en fotocopia que nos entrego un imberbe profesor de literatura en el último año de colegio. Era un profesor que todavía no había acabado la universidad y necesitaba de las separatas para contrarrestar los vacíos de sus clases. Nos enseñaba de García Márquez y Neruda mientras el sudor corría por su espina dorsal.  Era ese poema lacrimógeno sobre el otoño.

Era el poema. 

Y no es que esto me haga llorar… decía esa voz grácil y triste, al borde de lo solemne y tierno. 

Ese, por un lado, y el por otro, el folleto que me presto mi amigo Oscar en la academia. Un folleto amarillento que contenía el Río, que leí caleta en la clase de aritmética y  fotocopie ni bien salimos de la Aduni. Para mí el Rio solo me sonaba a una banda de “rock” hastaelqueso que escuchaban los chimuelos que hacen su fiesta de promoción. Este río era distinto: fluía, fluía, fluía. Y, a veces, era tierno y otras salvajes. Los dos momentos, dejaron una marca rebelde e indeleble, esa voz que dejo una marca en mis adentros, casi casi parecida al rock de Charly García o a los besos de la ardilla Mara, una de esas que te hacen decir, puta esto era exactamente lo que buscaba, o ¿esto es poesía? Fueron –como dice Alberto Fuguet- una epifanía. Yo que - hasta entonces- pensaba que la poesía era pura palabra enrevesada o idiota como la de Chocano. Pero sí, era poesía y de la buena y de la grande. Y era mía. Y llegó cuando más la necesitaba, cuando buscaba una fe, un símbolo de paz, algo a lo que asir esa vorágine (estúpida) llamada adolescencia.  

Sigamos con el trío. 

DOS: Joven

2013 marca el calendario, los putos Mayas se equivocaron. No hubo fin del mundo porque ya estamos en él.  No me miren mal, pero creo firmemente –como creía Gardel- que el mundo fue y será una porquería. Lo dice un joven con  la misma edad que tenía Javicho cuando lo mataron. 21 años. Para los que partimos del hachazo que significó el internet en nuestras vidas –horas y horas regadas en el sano hueveo- no podemos entender lo que significa ser consecuente con los ideales. Ser joven ahora es ser normal, pertenecer a un modelo. La rebeldía se vende en la misma tienda donde compras el pan y la cerveza. Ser joven y rebelde es casi un cliché. No hay ideales.

Ideales que Javier tenía, claro. No importa (y que me disculpen los más viejos) de que tipo o calaña eran. Lo que importa es que los tenía. Y esto precisamente es de lo que carecemos en estos tiempos del facebook: convicciones, consecuencia, valor. Ideales que no lo hacen un mito (volvamos a la fea palabra) no, sino un ser humano complejo y sencillo, contradictorio. Javier no es un mito, no, nicagando, fue real y, por eso, imperfecto. Se enamoro, la cagó, fue egocéntrico, tierno, espontaneo. En fin.

No puedo dejar de evocar aquel momento estridente, el momento de su muerte. En el libro que publicó su hermana Cecilia (Vida y muerte de Javier Heraud, libro que me robé en un stand de Quilca) el pasaje de la muerte aparece nítido, con distintas versiones pero de un solo color: blanco. Cuenta los entretelones antes de la muerte. Un grupo de barbudos que llegan a un hospedaje en Puerto Maldonado. La policía los descubre y persigue. Javier se interna junto a un amigo en la selva. Pasa una noche entera ahí, la víspera de su muerte. A veces me he preguntando cuales fueron las últimas ideas que pensó, como fue soportar esa noche en el corazón de la selva, solo, temblando, aguijoneado con el sonido de las chicharas.

Javier, ante los soldados que lo perseguían en el río de Puerto Maldonado, en ese último rapto de vida, antes del dun dun, alzo una especie de bandera blanca. Lo que quiero decir es que Javier no quería morir. No tengo miedo de morir entre pájaros y arboles, dijo.  Y de esto, aunque no tenga nada con que sustentarlo salvo mi buena fe y mi intuición, estoy completamente seguro: yo creo que si tenía miedo. Javier hubiera preferido seguir respirando este aire con smog, sucio aire cargado de vidrios rotos, apestoso, pero vivo. Vivir vivo, decía Juan Ramírez Ruiz. Y eso es lo que pienso. Inmolarse para ser mito parece un peso que cargamos desde que Tetis le dijo a Aquiles que su destino era la muerte a cambio de la inmortalidad. Aquiles lo sabía y fue a Troya. Javier no tenía planeado morir. Javier no lo sabía. Sus planes eran más sencillos: cambiar el mundo. O si quiera intentarlo. Pero ya no esta. Es una respuesta que cae de madura, para los que amamos la vida (Javier era uno de ellos) la muerte es detenerse. Inmolarse, no, no se inmolo, lo mataron. Su coherencia fue seguir en lo que pensaba era el único camino, equivocado tal vez, pero camino a fin de cuentas.

Y esto, como un efecto domino, hace que estemos aquí. Hoy. Como también están los colegios, libros, calles, pueblos, personas y entes que llevan tu nombre, que cargan ese homenaje tácito y anónimo, ese destello que lo hace no morir 2 veces, que es como mueren los que son olvidados. Y estamos aquí y aquí nos vamos a quedar.

Volvamos al trío. 

TRES: muerto

Ya lo dije hace instantes. Hay toda clase de versiones e ideas frente al encuentro con la pelona. Ufff…Recuerdo que Octavio Paz decía que la muerte justificaba la vida, por ende, morir debe ser un acto glorioso. También están quienes, como Caicedo, le ponen fecha. Asunto poco recomendable aunque igual de admirable. Otros, como Bioy Cáceres afirman que todos somos héroes porque vamos a morir. Y hay quienes como Melquiades se aburren de la muerte y vienen a visitar a los vivos. Morir es un misterio. Por eso hay que tocar madera. O, si somos más bien materialistas, no dejar de creer en la materia. Persignarnos a nombre de la materia. En el nombre del átomo, de la mecánica cuántica… etc.

Morir. Morir joven. Y, de nuevo, regresemos, después de estos comerciales, a la pregunta del millón, perdón, de rigor, la del inicio, la neurálgica, la que empezó todo esta cháchara onanista, todo este bullicio de joven adicto a la poesía, de sueños punzocortantes, ¿Qué nos queda de Javier Heraud?

Lo repito: su consecuencia. Sea cual sea nuestra utopía uno debe entregarse sin tregua, como se entregan los amantes a la hora del amor, a eso que es hacer lo que piensas, a eso que es actuar según tu ritmo. Nos queda su consecuencia y algunos bellos poemas, y ese rostro de triste alegría, agridulce, de muchacho jubiloso que guardo en una botella un papel con un mensaje y luego lo encerró en el cemento de la columna de su casa; ese pájaro atrevido que le dijo a Calvo que era mejor poeta que él; el loquito que vagabundeó sin dinero ni esperanzas por un París mugroso donde conoció a Vargas Llosa y a Luis Loayza; ese muchacho que, en las cartas que le enviaba a su amigo Degale, afirmó “La vida es complicada, hermano Dégale. Pero para mí se ha tornado como el agua de una fuente cristalina, es decir, pura. Ya he pensado qué haré el resto de mi vida: caminar, leer, soñar, dormir un poco, escribir, conversar con mis amigos en las cantinas, reír otro poco. No estudiaré derecho ni seré un hombre de provecho. ¡Qué importa! Pero: seré feliz a mi modo, y habré ganado mi batalla, mi única batalla, mi insólita esperanza. No desesperes. La vida no ha terminado y recién comienza para ti y para mí”

Salud Javier, imagino las rumbas que debes tener con César, Alejandro, Toño, y otros locos que hacen sulfurar a San Pedro, y se me hace agua a la boca. Agua salada, agua que rebasa. Agua de la cual salen corriendo los ríos. Agua de la cual no has de beber. El río. Ese río de tu nombre que cruza la pista de Alfonso Ugarte y atraviesa el Metropolitano, se toma un emoliente con menta en la esquina, sube las escalinatas de la entrada del Centro Guadalupano, penetra sigiloso por entre la gente y me viene a mojar estas manos, unas manos –mis manos- –mis manos- que si tienen miedo de morir entre pájaros y arboles. 

Una de Sartre


Sartre corrió el rumor
de que el hombre está condenado a ser libre
como todo rumor, puede ser cierto o no.

Ponle que  fuera cierto
¿entonces los Rufitos de Lurigancho
podrían tomar el té a las seis de la tarde?
¿Entonces la puta de Colmena
es una ninfómana subastando su dignidad?
¿Entonces los Cañari de Comas
perdieron un hijo y ganaron un plato de comida?

Sí, Jean Paul, olvidaste asomarte por Lima a las 3 de la madrugada
e inhalar los orines de borrachos
que son analfabetos hasta los dientes
pero que hablan de libertad
como lo único arrastrado
e inútil
perforándonos el estómago
por culpa de  esta gastritis,
porque se estudia y no se come
se espera impaciente el título profesional
y la vida frente a eso no es más que un pasaporte.

Sí, Jean Paul
en este rincón de Sudamérica
aún el éxito sigue siendo el éxito
aquí nada que el peor de los fracasos
aquí un perro enclenque
se devora a otro perro
y los niños crecen mirando el Queirolo
lugar donde la chela cuesta más que un intento de suicidio
y donde tú, si hubieses sido peruano, estarías aplastando el culo.

De "No se han ido" - Omar Livano

sábado, enero 05, 2013

quieres ser escritor?





El gran César Vallejo corría por los tejados parisinos para beber con Neruda y sus amigos. Alfredo Bryce se jactaba de ser el escritor más borracho de su generación… pero, OJO, soy el autor de más de 15 novelas. César Calvo se levantó a Blanca Varela y a Mercedes Sosa, casi casi a Chabuca Granda (Según Maynor Freyre se levantó a todas) Jorge Pimentel fue repartidor de gaseosas durante un año, rezagando el sueño de ser torero en el fondo de botellas no retornables.

Enrique Verástegui tenía unas pesuñas insoportables. Enrique Congrains vendía jabones. José María Arguedas sentía debilidad por las prostitutas. Gregorio Martínez era todo un erudito del bulín. Vargas Llosa, en el Leoncio Prado, traficaba relatos eróticos para sus amigos jeropas a cambio de puchos y centavos. Ribeyro recogía puchos del suelo europeo y se los fumaba con fruición. Javier Heraud se jactaba de ser mejor poeta que César Calvo. Chocano se jactaba de ser mejor poeta que todos. A Juan Ojeda era un desconocido y no se jactaba de nada, una vez se arrojo frente a un tico amarillo buscando la muerte. No murió, no ahí. Ángel Garrido, gran poeta, esta vivo y coleando pero nadie le para bola. A Iván Thays todo la people lo conoce. Es el 666 anti-comida peruana. Carlos Oquendo de Amat no conoció a Iván Thays.

Antonio Cisneros fue insuperable lavando platos en Europa. Beto Ortiz trabajó afanoso en un restaurante gringo. Oswaldo Reynoso fue profesor. Lucho Hernández, médico.

Por cierto, Lucho Hernández (Luchito para los amigos) se arrojó a las rieles de un tren. Alejandro Romualdo murió solo, viejo, loco. Juan Ramírez Ruiz, vate increible, atropellado. José Ricalde aullando bajo su piel chamuscada: se baño de gasolina y se prendió.

A Heraud lo acribillaron. Arguedas y María Emilia Cornejo se suicidaron. Eleodoro Vargas Vicuña, quién decía “viva la vida carajo”, murió hospitalizado, luego de una temporada en el infierno.

O sea, si quieres ser escritor… escapa de tu casa, enamórate, que nadie pueda etiquetarte, sufre, no te corrijas ni te bañes, ama, viaja mucho, ¡vive carajo, vive intensamente!


juliobarcoavalos
Publicado en TFT (diario jovén)

viernes, enero 04, 2013

Detrás de la antología apócrifa: Los de afuera (Omar Livano)


1. Enrique Laos

En el semanario cultural de la Prensa se publicó el cuarto —o quinto— cuento escrito por Enrique Laos. Nadie, ni siquiera sus amigos más íntimos, estaban completamente seguros de qué número de cuento podía ser. De lo que también se dudaba era de la procedencia de estos. Los que conocían a Enrique eran pocos, ya sean lectores o amigos. El día que el cuento fue publicado recibió cuatro llamadas. Dos fueron para felicitarlo. Una para felicitarlo y preguntarle de dónde había sacado semejante texto, ¿de dónde? La cuarta llamada, por último, sólo fue para preguntarle esto mismo que la anterior.
Laos publicó en otras revistas unos relatos más bien lúgubres y pesados que pasaban desapercibidos. Este cuento, en cambio, se mostraba distinto. Había causado una misma impresión general. Una detonación de envidia entre sus allegados. No hablaré de la trama o el estilo del mismo porque eso poco importa para lo que deseo narrar.
Lo que sí interesa fue la quinta llamada que recibió Enrique. La del más indiferente de sus amigos. Se trataba del periodista Ítalo Huamán. Quien a pesar de tocar el mismo tema, lo sorprendió sobremanera ya que los halagos, viniendo de él, cobraban otro valor, quizá más importante. Pero todo se desmoronó cuando percibió que la lectura de Huamán no fue la más aguda. O no, por lo menos, la que esperaba de un tipo como él. Por un momento Enrique creyó que el periodista ni siquiera había entendido el final de su relato, y esto le provocó una extraña sensación de incomodidad, como si se tratase de un aluvión gástrico. Esta incomprensión, sin embargo, no quedaba de lado para Laos cuando oía como Huamán se desvivía en adjetivos que calificaban al cuento como genial.
—¿Genial?, de qué manera —le preguntó Laos.
—Me refiero al estilo.
—¿A mi estilo? ¿Te parece que ha evolucionado?
—No exactamente —responde Huamán— mira pocas veces he leído un cuento como ese. Es como una mezcla de Cortázar y Ribeyro, pero con algo más. Tú me entiendes.
Con tales comparaciones Laos pensó tristemente en sus otros 3 cuentos —¿o eran 4?— y supuso que alguna opinión debía tener Huamán sobre ellos.
—Mis otros cuentos… ¿también los leíste? —Preguntó tímidamente Enrique.
—No exactamente.
—Cómo es eso —volvió a preguntar— no me mientas.
—Es que Enrique… tus otros cuentos son malos. Ni siquiera entiendo cómo pudieron publicarlos.
—…Y ahora ¿a qué se debe tu llamada? —cambió repentinamente de tema Laos, conteniéndose el sinsabor del comentario anterior.
—Bueno, disculpa por la sinceridad —le dijo Ítalo— …la editorial en la que trabajo… sabes que trabajo en una editorial, ¿no?
—Sí —mintió Laos ahora más cortante.
—Bien… —siguió Huamán más pausado y con evidentes ganas de colgar— bien, lo que sucede es que la editorial quiere publicar una novela tuya.
Enrique advirtió que, por ahora, no tenía ninguna novela escrita. A lo más un par de cuentitos que tenía ocultos por creerlos impublicables.
—No te preocupes tendrás un plazo justo —prosiguió Huamán, y luego antes de que Enrique contestara le dijo que lo llamaría en dos meses.


***
Enrique Laos no era de los escritores más disciplinados. Esto de la novela le costaría mucho más trabajo del que él estaba acostumbrado. Sin embargo, para no ser interrumpido y poder escribir en serio decidió encerrarse a trabajar en su ático, que era a la vez su habitación. El exilio no duraría mucho ya que, arrastrado por la falta de ideas, escapaba con frecuencia de su escritorio. Exhausto o desesperado e cuestionaba así mismo: “A un escritor le puede faltar el dinero o la salud, incluso le puede faltar el amor, pero jamás las ideas”, pensaba. Cuando por fin hubo obtenido las primeras 10 páginas de su novela el plazo ya se había vencido.
—Alo Laos, hombre, estamos esperando —Le decía Ítalo Huamán por teléfono.
—He estado trabajando mucho—responde Enrique— pero llevo sólo —pensó que si decía 10 páginas la oportunidad se le escaparía de las manos— llevo sólo 100 páginas.
—Se ve que le estás dando duro —contesta sorprendido Huamán— es mucho para tan poco tiempo.
—…
—Te doy tres meses más —continuó Huamán— aplícale todas las horas que sean necesarias. Si necesitas algo no dudes en avisarme. Cuídate.
Cuando colgó el teléfono la ansiedad de Enrique le trepó como una araña por entre las piernas hasta enrollarse en medio de su estómago. Ese día, por más que lo intentó, no pudo escribir ni una sola oración. Se la pasó debajo de sus frazadas hasta que el sueño, felizmente, lo arrancó de semejante tortura.


***
Terminó por escribir cincuenta páginas a todo pulmón y utilizando todos los recursos técnicos que conocía. Al principio la publicación parecía un engaño, pues ya habían pasado seis meses desde que entregó el manuscrito y su libro aún no se exhibía en ninguna librería. “Tú sabes cómo son esas cosas de la edición”, le explicó Huamán. Cuando por fin se publicó la novela de Enrique, los críticos no fueron nada condescendiente, sin embargo el libro fue bien acogido por los fieles lectores, aquellos que aguardaban la primera novela del autor de aquel explosivo cuento que los fascinó. Las ventas no fueron masivas, pero justificaron el gasto de tinta y papel. Unos días después fue llamado por la misma editorial para negociar la posibilidad de otro libro para inicios del próximo año. La editorial escatimó, más de lo acostumbrado, en beneficios porcentuales. Enrique, en cambio, lo aceptó todo callado y sólo abrió la boca cuando tuvo que hacer la promesa para entregar el libro en menos de 6 meses. Al final se llegó a un mutuo acuerdo, que por supuesto era más favorable para la editorial que para Laos. Él, por su parte, podría haberse dicho a sí mismo que por fin consiguió ser un escritor profesional, pero andaba muy cansado para eso.
Al verse trabajando en la segunda novela, también recibió propuestas para una columna semanal de La prensa y una pequeña sección dedicada a las letras en un Magazine joven que el mismo diario publicaba los domingos. Enrique aceptó gustoso. Sin embargo, el tiempo se le fue achicando entre los dedos. Cada vez que se sentaba a escribir durante ese mes, las ideas parecían inaprensibles. Él, más ansioso que creativo, corría, tras de ellas, desesperado y al borde del colapso. Aún así continúo trabajando con lo que pudo, o con lo que alcanzó. Lo que finalmente no fue mucho, pero sí lo necesario para concluir su libro. Era un libro de relatos trabajado con excesiva prisa y por el que, sorprendentemente, no sentía ningún cariño.
No podía quejarse ni mucho menos decir que estaba harto. Por fin se dedicaba a lo que tanto deseó y, encima de eso, podía tener cierto reconocimiento. Aunque este sea pequeño y efímero. No gozaba de aplausos, pero todavía quedaba tiempo y un tercer libro podía sacarlo del agujero.


***
En algún momento eso hubiera sido suficiente. Y en realidad lo fue. No como lo deseó, pero tampoco todo era tan desagradable. La fama no fue totalmente mezquina con él. El dinero aunque no era mucho por lo menos llegaba puntual y cubría los gastos básicos (que ya no eran sólo libros y cigarrillos). Logró escribir el tercer libro —una novela más autobiográfica que el resto— con el que creyó poder enterrar el escándalo que le ocasionó la redescubrieron de sus tres (o cuatro) cuentos noveles, que por aquel entonces eran machacados por los críticos e ignorados por los lectores. Sin embargo, como era de esperarse, falló.
Con un poemario insípido alcanzó un segundo lugar en un concurso de provincia. Esto en un inicio hubiera significado una buena noticia. Pero se desató el escándalo al descubrirse que ítalo Huamán, su editor, era también juez de dicho concurso. A partir de ese momento la editorial cortó todos los vínculos con Laos. Lo hicieron solamente con una llamada que no sólo fue lacónica, sino también despectiva.
Enrique creyó que con una novela las cosas podían cambiar.
Todo iba relativamente bien, es decir, pensar en un cuarto libro era perfecto. Lo malo era tener que escribirlo. En ese lapso de tiempo su tercer libro no sólo fue maltratado por la crítica, sino también despreciado severamente por sus últimos lectores. Se dijo que el público se cansó de esperar que el genio de aquel cuento explosivo publicado en La prensa, hace un par de años, publique algo de esa altura.
Como lo predijo la crítica, Enrique no pensó siquiera en un quinto libro y aquella segunda novela quedó a medio escribir y guardada para siempre en la gaveta de su escritorio. No se supo más de él. Se rumoreó que puso una librería, o que viajó a Madrid. Lo que sí se mantiene aún es aquel cuento, el único que mantiene su nombre vivo, y que fue recogido por el periodista y editor ítalo Huamán.