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viernes, enero 04, 2013

Detrás de la antología apócrifa: Los de afuera (Omar Livano)


1. Enrique Laos

En el semanario cultural de la Prensa se publicó el cuarto —o quinto— cuento escrito por Enrique Laos. Nadie, ni siquiera sus amigos más íntimos, estaban completamente seguros de qué número de cuento podía ser. De lo que también se dudaba era de la procedencia de estos. Los que conocían a Enrique eran pocos, ya sean lectores o amigos. El día que el cuento fue publicado recibió cuatro llamadas. Dos fueron para felicitarlo. Una para felicitarlo y preguntarle de dónde había sacado semejante texto, ¿de dónde? La cuarta llamada, por último, sólo fue para preguntarle esto mismo que la anterior.
Laos publicó en otras revistas unos relatos más bien lúgubres y pesados que pasaban desapercibidos. Este cuento, en cambio, se mostraba distinto. Había causado una misma impresión general. Una detonación de envidia entre sus allegados. No hablaré de la trama o el estilo del mismo porque eso poco importa para lo que deseo narrar.
Lo que sí interesa fue la quinta llamada que recibió Enrique. La del más indiferente de sus amigos. Se trataba del periodista Ítalo Huamán. Quien a pesar de tocar el mismo tema, lo sorprendió sobremanera ya que los halagos, viniendo de él, cobraban otro valor, quizá más importante. Pero todo se desmoronó cuando percibió que la lectura de Huamán no fue la más aguda. O no, por lo menos, la que esperaba de un tipo como él. Por un momento Enrique creyó que el periodista ni siquiera había entendido el final de su relato, y esto le provocó una extraña sensación de incomodidad, como si se tratase de un aluvión gástrico. Esta incomprensión, sin embargo, no quedaba de lado para Laos cuando oía como Huamán se desvivía en adjetivos que calificaban al cuento como genial.
—¿Genial?, de qué manera —le preguntó Laos.
—Me refiero al estilo.
—¿A mi estilo? ¿Te parece que ha evolucionado?
—No exactamente —responde Huamán— mira pocas veces he leído un cuento como ese. Es como una mezcla de Cortázar y Ribeyro, pero con algo más. Tú me entiendes.
Con tales comparaciones Laos pensó tristemente en sus otros 3 cuentos —¿o eran 4?— y supuso que alguna opinión debía tener Huamán sobre ellos.
—Mis otros cuentos… ¿también los leíste? —Preguntó tímidamente Enrique.
—No exactamente.
—Cómo es eso —volvió a preguntar— no me mientas.
—Es que Enrique… tus otros cuentos son malos. Ni siquiera entiendo cómo pudieron publicarlos.
—…Y ahora ¿a qué se debe tu llamada? —cambió repentinamente de tema Laos, conteniéndose el sinsabor del comentario anterior.
—Bueno, disculpa por la sinceridad —le dijo Ítalo— …la editorial en la que trabajo… sabes que trabajo en una editorial, ¿no?
—Sí —mintió Laos ahora más cortante.
—Bien… —siguió Huamán más pausado y con evidentes ganas de colgar— bien, lo que sucede es que la editorial quiere publicar una novela tuya.
Enrique advirtió que, por ahora, no tenía ninguna novela escrita. A lo más un par de cuentitos que tenía ocultos por creerlos impublicables.
—No te preocupes tendrás un plazo justo —prosiguió Huamán, y luego antes de que Enrique contestara le dijo que lo llamaría en dos meses.


***
Enrique Laos no era de los escritores más disciplinados. Esto de la novela le costaría mucho más trabajo del que él estaba acostumbrado. Sin embargo, para no ser interrumpido y poder escribir en serio decidió encerrarse a trabajar en su ático, que era a la vez su habitación. El exilio no duraría mucho ya que, arrastrado por la falta de ideas, escapaba con frecuencia de su escritorio. Exhausto o desesperado e cuestionaba así mismo: “A un escritor le puede faltar el dinero o la salud, incluso le puede faltar el amor, pero jamás las ideas”, pensaba. Cuando por fin hubo obtenido las primeras 10 páginas de su novela el plazo ya se había vencido.
—Alo Laos, hombre, estamos esperando —Le decía Ítalo Huamán por teléfono.
—He estado trabajando mucho—responde Enrique— pero llevo sólo —pensó que si decía 10 páginas la oportunidad se le escaparía de las manos— llevo sólo 100 páginas.
—Se ve que le estás dando duro —contesta sorprendido Huamán— es mucho para tan poco tiempo.
—…
—Te doy tres meses más —continuó Huamán— aplícale todas las horas que sean necesarias. Si necesitas algo no dudes en avisarme. Cuídate.
Cuando colgó el teléfono la ansiedad de Enrique le trepó como una araña por entre las piernas hasta enrollarse en medio de su estómago. Ese día, por más que lo intentó, no pudo escribir ni una sola oración. Se la pasó debajo de sus frazadas hasta que el sueño, felizmente, lo arrancó de semejante tortura.


***
Terminó por escribir cincuenta páginas a todo pulmón y utilizando todos los recursos técnicos que conocía. Al principio la publicación parecía un engaño, pues ya habían pasado seis meses desde que entregó el manuscrito y su libro aún no se exhibía en ninguna librería. “Tú sabes cómo son esas cosas de la edición”, le explicó Huamán. Cuando por fin se publicó la novela de Enrique, los críticos no fueron nada condescendiente, sin embargo el libro fue bien acogido por los fieles lectores, aquellos que aguardaban la primera novela del autor de aquel explosivo cuento que los fascinó. Las ventas no fueron masivas, pero justificaron el gasto de tinta y papel. Unos días después fue llamado por la misma editorial para negociar la posibilidad de otro libro para inicios del próximo año. La editorial escatimó, más de lo acostumbrado, en beneficios porcentuales. Enrique, en cambio, lo aceptó todo callado y sólo abrió la boca cuando tuvo que hacer la promesa para entregar el libro en menos de 6 meses. Al final se llegó a un mutuo acuerdo, que por supuesto era más favorable para la editorial que para Laos. Él, por su parte, podría haberse dicho a sí mismo que por fin consiguió ser un escritor profesional, pero andaba muy cansado para eso.
Al verse trabajando en la segunda novela, también recibió propuestas para una columna semanal de La prensa y una pequeña sección dedicada a las letras en un Magazine joven que el mismo diario publicaba los domingos. Enrique aceptó gustoso. Sin embargo, el tiempo se le fue achicando entre los dedos. Cada vez que se sentaba a escribir durante ese mes, las ideas parecían inaprensibles. Él, más ansioso que creativo, corría, tras de ellas, desesperado y al borde del colapso. Aún así continúo trabajando con lo que pudo, o con lo que alcanzó. Lo que finalmente no fue mucho, pero sí lo necesario para concluir su libro. Era un libro de relatos trabajado con excesiva prisa y por el que, sorprendentemente, no sentía ningún cariño.
No podía quejarse ni mucho menos decir que estaba harto. Por fin se dedicaba a lo que tanto deseó y, encima de eso, podía tener cierto reconocimiento. Aunque este sea pequeño y efímero. No gozaba de aplausos, pero todavía quedaba tiempo y un tercer libro podía sacarlo del agujero.


***
En algún momento eso hubiera sido suficiente. Y en realidad lo fue. No como lo deseó, pero tampoco todo era tan desagradable. La fama no fue totalmente mezquina con él. El dinero aunque no era mucho por lo menos llegaba puntual y cubría los gastos básicos (que ya no eran sólo libros y cigarrillos). Logró escribir el tercer libro —una novela más autobiográfica que el resto— con el que creyó poder enterrar el escándalo que le ocasionó la redescubrieron de sus tres (o cuatro) cuentos noveles, que por aquel entonces eran machacados por los críticos e ignorados por los lectores. Sin embargo, como era de esperarse, falló.
Con un poemario insípido alcanzó un segundo lugar en un concurso de provincia. Esto en un inicio hubiera significado una buena noticia. Pero se desató el escándalo al descubrirse que ítalo Huamán, su editor, era también juez de dicho concurso. A partir de ese momento la editorial cortó todos los vínculos con Laos. Lo hicieron solamente con una llamada que no sólo fue lacónica, sino también despectiva.
Enrique creyó que con una novela las cosas podían cambiar.
Todo iba relativamente bien, es decir, pensar en un cuarto libro era perfecto. Lo malo era tener que escribirlo. En ese lapso de tiempo su tercer libro no sólo fue maltratado por la crítica, sino también despreciado severamente por sus últimos lectores. Se dijo que el público se cansó de esperar que el genio de aquel cuento explosivo publicado en La prensa, hace un par de años, publique algo de esa altura.
Como lo predijo la crítica, Enrique no pensó siquiera en un quinto libro y aquella segunda novela quedó a medio escribir y guardada para siempre en la gaveta de su escritorio. No se supo más de él. Se rumoreó que puso una librería, o que viajó a Madrid. Lo que sí se mantiene aún es aquel cuento, el único que mantiene su nombre vivo, y que fue recogido por el periodista y editor ítalo Huamán.

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