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NADA MÁS
Para mi viejo, con amor.
O tal vez esa sombra que se tumba a tu lado en la alfombra
A la orilla de la chimenea a esperar que suba la marea.
O tal vez ese viento que te arranca del aburrimiento
Y te deja abrazada a una duda, en mitad de la calle y desnuda.
A la orilla de la chimenea a esperar que suba la marea.
O tal vez ese viento que te arranca del aburrimiento
Y te deja abrazada a una duda, en mitad de la calle y desnuda.
SABINA
Todavía
no se odian.
Pero ya no se entregan como antes a la atmosfera
irrespirable de aquellos cuartos oscuros que por veinte lucas te ofrecen un
rato de intimidad. El delirio es un perro que nadie quiere sacar a pasear.
Enroscados, moribundos, sudorosos hasta el hartazgo, se van acumulando una
sobre otra todas las noches que pasan juntos, recuerdos piensan, imposibles de
borrar.
Sus amigos se encargan de guardar la
memoria de apoyo, recuerdos nítidos de su relación. Instantáneas tomadas de
noche, donde salen abrazados bajo la luz amarillenta de un poste de luz, sonrisas
intensas, viejas historias que se guardan en cajas de zapatillas, bajo la cama.
Cartas de ortografía terrible y lenguaje
desmesurado. El amor tiembla en cada punto seguido y los te quiero son manchas
de tinta líquida. También hay dos poemas que él escribió, copiando mal a Jaime
Sabines.
La primera vez que hacen el amor, ebrios,
azules, fundidos en uno solo, mientras al otro lado de la ventana, la ciudad se
destruye, los gatos saltan y la hipocresía
avanza bajo la lluvia, en formas
metálicas, entre bocinazos y mentadas de madre. No hay más verdad que la suya
en ese momento.
Los siguientes días caminan solos. Y se van
quedando solos. Piensan a retazos, duermen poco, prometen verse a escondidas,
mandarse sms todas las noches. Investigar en sus cuerpos las respuestas.
La segunda vez que hacen el amor ya no
importa la calle, ni los gatos, nada, sólo la tibieza de quedarse agotados.
Y cuando alguien los encuentra en una
avenida, no saludan, pasan de largo.
-Esta noche me quedo contigo –le dice ella
a los cuatro meses de conocerse. En la oscuridad el buscara su ombligo. Pensó
que se trataba de una broma. O quizás, una de sus locuras. O las dos cosas
también.
Encuentra su centro. Acaricia su agujerito
negro. Husmea.
-¿De qué hablas pequeña?
-Que hoy me quedo… me quedo contigo.
Tirados en el colchón de paja, entre las sombras que se clavan en sus cuerpos. Observan los agujeros celestes del techo. Es la casa de su abuela. Otro agujero llamado El Agustino. Afuera el zumbido de las moto taxis es la única música posible. No hace frío. Todavía no.
El sol se pierde entre los cerros.
Entonces despierta.
Hilachas de nubes se rompen y de golpe, la
luna.
-¿En serio?
-Sí, en serio amor.
Viajan en el último asiento de un bus
destartalado. Tardan una hora. Discuten con el cobrador por cincuenta centavos.
Ninguno de los dos cede. Él, resignado, rabioso, le paga de más. Que lo
goces, conchatumadre…_ lo maldice
para sus adentros. Luego se queda ensimismado observando los mojones
luminosos que marcan el camino a casa. Ella lo abraza, ladea la nariz en su
cuello y finge sueño bostezando en su pecho.
El cuarto queda en el último piso de un edificio
flaco y sin pintar. Cruzan el laberinto de cordeles repletos de ropa mojada. Es
inútil no mojarse. Garua interminable. Cielo roto. Ella juega a no pisar las
rayas de la vereda. Casi resbala.
Mete las llaves.
Gira.
La primera impresión es triste. El peso de
la soledad. Un cuarto en el último recodo del mundo. Ella observa los papelitos
con los cuales él - a falta de pintura - tapizo su cuarto. Más de una vez le pregunta
por esos personajes. Poetas, escritores y cantantes impresos en A4, en
tonos grises.
Él le recita su poema preferido. “¡Es mi
oración!”
¿Bukowski? No recuerda a ese santo.
Las camisas que cuelgan detrás de la puerta
sobre clavos, es lo único ordenado del lugar.
-Mira, aquí tengo los periódicos de hoy –le
dice él, alzando unos papeles enrollados- Comentaron el libro de Marcos. Le
dieron con palo. ¿Sabes? me llegan los críticos…
-Por favor, no me cuentes eso –le responde
ella-. Ven, vamos a dormir.
Aprieta el botón rojo de la tv. Repasa los
canales, maniaco. Toma respiros en algunos noticieros, y se ríe a carcajadas de
esos programas idiotas que pretenden ser ingeniosos. Es su costumbre revisar la
tv, para confirmar que el mundo sigue igual.
-¡Pura mierda!
Ella lo apretuja por detrás, dejándole un
rastro húmedo por su cuello, sus labios se deslizan como caracoles, empieza a
trabajar los botones de su camisa, ansiosa por liberar la mata ondulada de su
pecho.
Lo abraza, se besan.
Ella cae en la cama y piensa en el rostro
de su vecina, la Miriam, burlándose de sus ojos llorosos. Piensa en los cables de
luz que cruzan el cielo de la cuadra y en las zapatillas viejas que cuelgan de
ellos, en animales fornicando a plena luz del día. En el atardecer visto a
través del celofán, de su melancolía.
Cierra los ojos. Oscuridad. Silencio.
Él separa sus cabellos mojados y se acomoda
contra ella.
***
Los primeros trabajos son terribles.
Ella no se acostumbra a restregar los pisos
del McDonald, ni a vender paquetes estéticos por teléfono, está cansada de
esbozar sonrisas amables sentada en la caja de un centro comercial. Pero le
urge, pues tiene que pagar sus estudios en la universidad. No hay salida
posible.
Aborrece a las personas que habitan esos
lugares. El ambiente optimista que reina es insoportable. Sus compañeros le
dicen que cuando pase el trapeador por el suelo no se encorve tanto. “¡Te vas a
joder la espalda!” Por ocho horas aparte del sueldo recibe una hamburguesa
para el break de 40 minutos. Elige la de dos cuartos de libra y una gaseosa
7up. Sin mayonesa y sin mostaza. Se queda sola y mira el sudor de sus manos,
las rayas de sus manos. ¡Están increíblemente rosadas! Por un momento piensa en
él, mientras mastica, tira el resto de la hamburguesa a la basura, antes de
acomodarse el pelo tras la malla de plástico, observa la salsa de tomate en sus
labios. Solo un par de horas más.
La expulsan por quedarse dormida en la
clase de Antropología.
A los pocos días de estar trabajando capta
que sus compañeros actúan como autómatas. No aguantare más de un mes,
piensa.
Se hace amigo de un hippie uruguayo que
vende collares sobre una manta de plástico arrojada en el suelo, pegado a los
escaparates de Metro, y fuma porros de marihuana mexicana. ¡20 soles,
amiguita!
Algunas veces comparten un pucho, sólo uno,
y hablaban de viajar. Ella añora las carreteras, los cerros colándose en el
mar. Sueña, respira fuerte, tose. Él le dice que se apure. Le dice que el mejor
cigarrillo de su vida se lo fumo a los píes de la torre Eiffel. Ella sueña con
eso: fumar el mejor cigarro de su vida.
Los días pasan.
Cuando le cuenta sobre su nuevo amigo, él
no le dice nada. Se queda callado frente a un libro abierto. Aunque no avanza en
la lectura, sigue en silencio. Luego se encierra en el baño. Y ella escucha la
ducha abierta, pero intuye que no se baña. ¿Estás bien? Sí, no te preocupes.
Pronto entiende. Es celoso en extremo. Deja
de frecuentar a su amigo uruguayo. Bebe café para mitigar el sopor de las
clases. Pasa de ciclo. Consigue una rutina. Levantarse, (cuando él todavía
ronca a su lado), calentar el agua, aun en las tinieblas, y prender la tv para
acompañar su pan con mantequilla y manzanilla sin azúcar. En una tetera hierve el agua, después lo arroja en una batea
y en chancletas, corre las cortinas de plástico para darse un baño. Se
sienta en un balde y con un plató se moja la cabeza.
Más tarde, apachurrada en el bus, piensa en
su madre, en su hermanito, en la cara de caballo del señor que le cobraba
veinte céntimos menos en la bogeda.
Y se aprieta más fuerte en el pasamano
mugroso, y otra vez discute con ese idiota que intento rosarla. Se abre paso
entre las personas, llegar temprano, evitar los descuentos, pelear por los
veinte centavos de más que los cobradores imponen alegando alza de precios.
Él la espera despierto y en calzoncillos,
frente al televisor encendido. Ya no lee, ya no escribe, ni frecuenta a sus
amigos bohemios. Llega tarde, mucho más estresado y carcomido, a sentarse al
filo del catre. Busca en su eterna cajetilla de Lucky Strike, fuma dos o tres
cigarrillos, haciendo tiempo para que se duerma y así poder evitar alguna
muestra de cariño, programa el televisor y se tumba sobre la almohada.
Ella deja de preguntarle ¿Que tal tú
día, amor?
¿Son felices?
¿Se lo preguntan?
¿Importa?
¿Se lo preguntan?
¿Importa?
Él empieza a masturbarse a un lado de la cama.
Su lado de la cama. Marcan lugares. Ella a la izquierda, el ala derecha. Se
amanece descargando pornografía en su computadora. Las ojeras son terribles. No
piensa buscar trabajo.
Sigue llegando tarde. Ella no dice nada.
Él engorda. Suda. Le crece la papada. Se ve
obligado a usar lentes. A esconderse. Sólo frecuenta la noche, con un gabán
raído que choca con el suelo. Usa pantalones extra-largue. Lee menos,
espaciosamente. Bebe con más frecuencia los fines de semana. Se pierde algunos
días. Vaga y sufre.
La cama es grande y ella se queda mirando
películas subtituladas hasta las cinco de la mañana. Lo extraña y sufre también.
Llega buscando problemas. A veces llora
sosteniendo su cuerpo en la pared, la busca en las tinieblas. Rompe lunas,
adornos, despierta a los vecinos. Patea la ropa amontonaba, cae entre sus
gritos, lagrimas, se mea en los calzoncillos y se duerme. Ella escucha todo en
su lado de la cama. No puede dormir.
Ella está por graduarse en la universidad.
Ha conocido mucha gente pero ya no le cuenta nada a él. Es conocida en su
pequeño círculo de amigos. Es querida y deseada. Esta más guapa que nunca.
Tiene amigos que la llaman por teléfono, la
acompañan en taxis hasta el edificio, la invitan a salir. Ella sigue pagando las
cuentas. Ella no quiere dejar de ser independiente.
Uno de sus amigos es un profesor de
filosofía, se conocieron en la academia pre-universitaria. Es bajo, narigudo y
usa unos lentes enormes. Ella empieza a disfrutar las noches rebotando entre
cantinas, cines y cafés con sus amigos.
Cristian así se llama el profesor le regala
un CD de Silvio Rodríguez. Ella queda fascinada. Te doy una canción, es su tema favorito. Escucha
la canción de madrugada, piensa en él, cuando lo conoció, tan flaco y tan suyo.
No se permite llorar.
Otras veces, no puede. Entonces las notas
musicales deshacen sus ojos en llanto.
Discute de cualquier cosa, gritan, se
insultan, se piden perdón.
Cristian le pide su número telefónico. Ella
se lo da sin rodeos. Hace tanto que un muchacho no tiene tantos detalles con
ella. Comen empanadas en la avenida Wilson. A ella no le gusta echarles limón.
Se ríen de los gansos en el Parque de la Exposición. Pasan de largo por la
alameda Chabuca Granda. Él le cuenta las aventuras de Diógenes. Ella piensa más
y más en él.
El otro no vuelve a esperarla con la tv
encendida. Deja un espacio para que se acomode, duerma, no joda.
Ya no tiene detalles para ella.
***
Ella a veces encuentra los poemas borrados,
mal escritos, arrugados, que él escribía. Los esconde entre sus fotos en una
caja de zapatos. Los mete debajo de la cama.
Una noche sus amigos quieren conversar de
Bataille. Ella no ha leído a Bataille. Nadie ha leído a Bataille, pero todos
quieren conocerlo por que escribe de sexo.
¿Qué ya te tienes que ir? ¿Tan pronto? Le pregunta, sempiterno Cristian
tras el humo de su cigarrillo.
Sí, tengo que llegar a casa temprano, dice ella.
Mira su reflejo a contraluz en las ventanas
de la habitación. Tiene 21 años. Esa
noche vuelve a esconderse con los manuscritos de él en el baño. Llora.
Algún tiempo después, quizá a las tres o
cuatro de la madrugada, los dos en su lado de la cama, pasean los ojos
por el cielo raso.
Están borrachos.
Han llegado tarde. Huelen a sudor, a
fiesta.
Cada uno ha tomado con amigos distintos. No
recuerdan cómo llegaron a la cama. Una lengua de bruma les borra parte de la
película. Quizá un amigo en hombros o algún taxista buena gente los entrego a
su lecho.
La televisión esta prendida y suena una voz
metálica prediciendo el fin del mundo.
El amor es una palabra que evitan esa
noche.
Cada uno vaga en sus recuerdos.
Entonces sus cuerpos están ahí, cada uno en
su lado de la cama, nada más.
RELATO: Julio Barco
IMAGEN: QUINO
RELATO: Julio Barco
IMAGEN: QUINO
Muy poético. Creo que ese es tu fuerte. Me hace recordar mucho a Lima y a los amores que nunca tuve.
ResponderBorrarGimel Zayin