Foto: Ana María Chagra
"Leer Cementerio General de Tulio Mora, es una forma, tal vez desgarradora, pero sobretodo amplia, de abordar la historia peruana, encontrarse con varios de sus personajes, los conocidos y sus reflexiones, los anónimos y sus ejemplos de vida, los personajes que la historia oficial ha querido ocultar (recomendable en este punto es el poema – narración titulado “Eduardo de la Piniella” uno de los ocho periodistas que murieron en las alturas de Uchuraccay en 1983), pero sobretodo, en este libro podremos encontrarnos nosotros mismos y reflexionar sobre el papel que tenemos en esto que convenimos en llamar "Historia del Perú." Tristán D' Mar.
Chavín
(1500 a.C. – 500 a.C.)
No al pie de
nuestro dios, de cuya múltiple figuración
-rugiente como el puma, astuto
como la serpiente
e inasible
como el águila de espolones cenizos- brotaron
las verdades de la tierra y
nombre a las estrellas dimos.
Ellos nunca lo
entendieron… Tampoco en el patio hundido,
en cuyo piso muchos de ellos
desangraron
alienando
las baldosas que representaban
la captura de la simetría, la
certeza de las cifras.
Menos aún
bajo el rumor de los papeles
que multiplicamos para que ellos
lo entendieran.
Tampoco en
la memoria del artista que talló
una voluminosa testa como un
clavo
sobre el
templo en que murió su padre.
Nunca lo entendieron y el
castigo amasijó sus huesos…
Pero no
hablaba de eso, sino de mi reposo desolado,
allá en la cantería, más abajo
que ellos,
más que mi
dios y sus anuncios.
Tamaña ingratitud no es justa,
pero ninguno de nosotros
-sacerdotes,
astrólogos, tramoyistas de la credulidad-
sobrevivió a la rebelión para
decirlo.
Manco Inca
(¿ - 1545)
Colocaron en
mi pecho las insignias reales
y una borla en mis cabellos.
Ridículo me
vi porque no tenía edad de gobernar.
Mas no fue mi juventud, sino la
profecía,
lo que me
permitió escarbar en la verdad.
Por sus trazas nombres de dioses
les atribuí:
habían llegado por el mar (como anticipó
mi padre Huayna Cápac antes de
morir),
portaban en las manos un rayo que mataba a
la distancia
como agregó el hechicero Huaylla
Huisa),
y por último
habían castigado la soberbia
de Atahuallpa, el falso inca.
¿Por qué
entonces continuaban los saqueos
en los templos dedicados a ellos
mismos,
torturaban a
los leales, forzaban a las vírgenes
del sol, extraviaban a los hombres
del común
en aquellos
laberintos de la muerte?
Aún permanecí en silencio exhibiendo mis
insignias
aunque estaba
claro que no era más gobernador
que el menor de mis vasallos, un
pelele
que entre hilos
mueve a burla y a lágrimas conmueve.
Inca de mentira, descubrí además
que su codicia
era más
grande que su fe. Apremiados por la fiebre
de la piedra deslumbrante me
orinaron
delante de
mis generales, violaron a todas mis esposas
en mi propio lecho y echaron por
los suelos
las
insignias que ellos mismos me habían colocado.
Humillado hasta desear la muerte me
arranqué el disfraz
y venganza
reclamé a mis dioses verdaderos.
Por años los extraños lamentaron
sus escarnios.
Parecía el inca a caballo entre su gente
con una lanza en la mano. Entonces
mi pueblo respetó
mi decisión
y besó mis huellas en la tierra.
Cada quien mostró la madera de su
temple y cara
dio a la
guerra con los ojos limpios;
cada quien, como Cahuide, ese capitán tan valeroso
que cierto se podría escribir de él lo que
de algunos romanos,
bailó en el campo de batalla la danza de la purgación
y se arrojó
a las peñas cuando sobrevino la derrota.
Los
antisuyus no sabían qué cosa era huir
porque muriéndose
peleaban con las flechas.
Quisu Yupanqui hartó sus templos
y palacios
con velorios,
y mi esposa Cura Ocllo – esa mujer
que repitió en su piel la flor
del trueno
y como
escarcha temprana del verano
me amó en mis tardes sometidas
y de gloria-
envuelta en
mierda desafió el estupro.
¿En una mujer vengaís vuestros enojos? – gritó
a Pizarro
desde el palo del suplicio-,
daos prisa de acabarme porque se cumpla
vuestro apetito en todo. Y el polvo
oscureció mis ojos
y el rocío rodó por mis
mejillas como lava
cuando
echaron sus cenizas en el río del abismo.
Desde el valle de Yucay, con
andenes
que escalonan
el aroma del maíz florido
y donde duermo un sueño que
me estorba
sé que vivos
se conservan mis guerreros
como el sol en el tunal,
como el sol
en el tunal que purifica al tiempo.
Guamán Poma de Ayala
(¿ - 1615)
Mi dolor fue
más lejos que mi edad,
fue mi vagar sin fin por el país
en ruinas
entrando en
los ciclos de la tripa negra
(cada quinientos años).
El tiempo de
mi dolor es incuantificable.
Pero nostalgia no es.
Es el Perú
lo que me duele.
El desplazamiento es mi llanto
y el camino
mi castigo.
Todo lo he visto desde la
soledad
y la fatiga
de una jornada.
Es el tiempo del oso apaleado
lamentándose
a la luna
por sus colmillos de
tristísima blancura.
Mi camino se
incorpora a mi llorar
porque el viaje no es una
metáfora
del tránsito
de la vida a la muerte,
como querían
Manrique y
los metafísicos ingleses,
sino la vida en sus diversos plazos de agonía.
Mi caminar
es el castigo
de hacer consciente al
tiempo,
sus malditos
cambios .
Esto lo pienso
antes de
bajar a la costa
y ya veo a mis paisanos y a
los negros
y Aristóteles
puede haber escrito mucho
sobre los esclavos a natura
pero no ha
visto este apretarse de la muerte,
su vaho a formol, su náusea,
que invade
los rincones de mis textos.
Torpe es mi palabra, mas
infinita,
porque infinita
es la congoja de mi país:
a algunos arrancará lágrimas,
a otros dará risa,
a otros hará prorrumpir en maldiciones,
éstos lo encomendarán a Dios,
aquellos
de despecho querrán destrozarlo,
unos pocos querrán tenerlo.
No son
verdades,
son heridas que sangran mis
manos
como las
piedras las plantas de mis pies.
Al situarme entre dos
puntos
-de inicio/
de llegada-,
la palabra es al tiempo
lo que mi
vida al caminar.
Se me ha ido el mundo,
se me han
ido mis hijos, mis caballos
y mis
perros,
menos el horror.
El cielo
está contaminado,
las aves de rapiña anidan en
las flores
más bellas del
paisaje.
Se me han ido mi casa y mi
mujer,
menos mi
caminar.
Soy un profeta itinerante en el desierto
cargando un
libro en el que pasan
dos reyes, 11 vierreyes,
cuatro audiencias,
cinco rebeliones
españolas, cuatro incas.
Soy la
memoria más dolorosa del tiempo,
conozco cada villorrio, cada
hombre
harto de su
queja.
Lloro por estos cuarenta años
de escribir
y escribir y
escribir
la historia inmunda que quise
transformar
con la
palabra,
ingenua asunción del tiempo y
los caminos,
como ingenua
es la poesía gritando,
miles de siglos
por los
dolores del humano error.
En la última posada estoy
sentado
en la plaza
de armas de Lima
esperando que alguien
entregue mi
texto al rey Felipe.
Pero el tiempo vuelve a
someterme
al castigo
del camino.
Moriré sin saber
cuál fue el
destino de mi libro.
La nueva corónica y buen gobierno
fue más
lejos que mi edad y mi dolor:
nunca llegó a ningún lugar.
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