La última puerta
Relato de Roberto Bermudez
“Va corriendo, andando, huyendo de sus pies”
César Vallejo
-
Hace rato que te esperan abajo.
La voz
de la mujer brotó de la oscuridad como un animal asustado. Walter encendió la
luz del cuarto. Bajo el resplandor del foco se revelaron las paredes infectadas
por la humedad. Arrojó las llaves sobre
el velador, junto a un atado de billetes y se dejó caer sobre la cama: “El taxi
ya no era negocio en Lima”. De inmediato, sintió que la tensión de su cuerpo se
quebraba como una copa de vidrio al tocar el suelo. La mujer se levantó. Desde
la cabecera de la cama, estirado y con las manos detrás de la cabeza,
la vio salir, perderse por el pasadizo hasta que se la tragó la oscuridad. En
el trajín de la tarde había olvidado por completo lo de esta noche. Se asomó
por la ventana: a través del vidrio,
divisó la silueta del flaco Fernando disimulada por la neblina, bajo los pies
del inca, y no pudo evitar pensar en la soledad.
En el silencio de la madrugada la humedad crecía como una
ola gigante. Era tan intensa que por un
momento pensó que podía tocarla con los
dedos.
-Tendremos
que poner papel -gritó, llevándose tres dedos al filo del bigote, al tiempo que
se separaba de la ventana-. O nos cagaremos de frío.
La mujer
apareció con una tina con agua. Mientras la veía frente a él, Walter pensó en
su vida, chata y vacía, desprovista de toda emoción; en cómo se le habían
pasado los años sin ningún recuerdo importante al que aferrarse ante la idea de
la muerte. Allí estaba su destino, enmarcado en el parabrisas, corriendo a toda
velocidad por la Vía Expresa, pensando, muy en secreto, estrellarse y verse al
fin exento de una vida que odiaba con todas sus fuerzas. Por un instante, la idea de ser un condenado
para siempre lo devastó. Estaba condenado a beber todos los
sábados, a que sus días, inútiles, se escurrieran hasta la última gota en las
cantinas del pasaje Humboldt, al traqueteo de un motor que se ahogaba cada
veinte cuadras, a vivir sin comodidades, a pensar en la miseria del fin de mes
como una puerta ineludible. Sin embargo, lo había salvado de la ruina final ese
barrio alegre, colmado de salones de baile donde nunca termina la música, su
gente que le resta posibilidades a la tristeza repartiendo abrazos ante las
puertas cerradas del cine Beverly. Esa era la vida: una curiosa manera de
sobrellevar el tiempo, apretado contra el pecho,
todos los días, con la vista puesta hacia adelante. Pero era tarde. En ese momento, clavó sus ojos en los de su
mujer y decidió de golpe cambiar de
carril, buscarse un nuevo destino.
La mujer le presentó la tina. Tenía
el rostro desbaratado por el sueño. Walter metió las manos de prisa. Ella lo
observó con una serenidad que lo puso en alerta.
- ¿Qué?-
dijo él.
- Ya estás jodido así, negro, por
qué arriesgar el pellejo.
De
pronto, un coro de voces subió desde la calle como un vaho caliente y se
instaló en medio del cuarto. La mujer se estremeció.
-
Están peleando, ¿oyes?
Walter señaló la ventana con el dedo.
- No te asustes. Pronto nos
largaremos, chola, verás cómo nos olvidamos de este callejón de mierda.
Ya
afuera se enfrentó a la oscuridad de la madrugada. Era inevitable:
la sola idea de volver al ruedo
le producía una sensación de
espanto. Se echó una manta sobre los hombros y atravesó el estrecho
corredor con el sigilo de un gato. Todavía tenía las piernas entumecidas
por el frío y la cabeza ocupada por un sueño que, desde el jueves, no había
dejado de perturbarlo, ardiendo en su cabeza, obstinado como la cresta de una
llama. Avanzó hasta el lavadero y dejó caer suavemente el cuello bajo el chorro
de agua fría. La imagen desapareció de golpe con los
últimos rezagos del sueño. El cielo estaba realmente oscuro, congelado
como una fotografía, y en el ambiente flotaba el olor dulzón de la tierra
mojada. Aspiró fuerte y sintió que sus pulmones se llenaban de una sustancia
viscosa. No necesitaba la luz para orientarse, conocía a la perfección el
callejón: el zigzagueante camino resbaladizo a causa de las tuberías
rotas, el suelo poblado de grietas, las paredes desmoronadas por la
humedad. Cerró los ojos y escuchó el silbido de los ronquidos
filtrarse por las endebles puertas de los dormitorios, el chirriante
movimiento de los camarotes de metal, el desvarío que producen los
sueños y tuvo la sensación de que todos los habitantes del callejón habían
muerto. Al llegar al altar del Señor de los Milagros, sorprendido de encontrar
encendida la vela, se detuvo para rezar: dijo apretando los labios, al tiempo que se persignaba con la
devoción de un santo. A la luz de la vela, su rostro cobraba un aspecto irreal.
Ahora lo invadía una sensación de paz benefactora que lo liberaba de toda
culpa. pensó, saboreando la lucidez que le producía
escoger su destino.
En la
puerta del callejón lo esperaba el flaco. Parecía un fantasma. Sus ojos
destellaban bajo sus cejas pobladas.
- ¿Todo
listo? -preguntó.
- Sí
-respondió Walter-. Listo.
El auto
avanzó por calles silenciosas, flotando a un lado de la vereda. Todavía no se
habían apagado los últimos faroles de la plaza y sobre los techos de calaminas
iba reptando una lucecita, vaga como los colores del atardecer. De vez en
cuando, el flaco se volvía a mirar por el espejo, como si lo dominara un tic
nervioso: . Y al instante
Walter pensó: .
- Hay
que estar seguros de que no nos sigue nadie- volvió a decir el flaco,
como si fuera la primera vez que lo decía.
Walter
descubrió que le temblaban las piernas. Entonces cayó en la cuenta: .
Había
comenzado a llover.
- ¿Cómo
está el asunto? -preguntó, adoptando una expresión reflexiva.
Pero
aquel hombrecillo parecía habitar un mundo paralelo, separado por un tufo
de hierro de esa calle aniquilada por la realidad. Un perro salió de la boca de
un callejón escoltado por un vagabundo y Walter tuvo que inventar una pirueta
para no atropellarlo. El auto dio un salto sobre las ruedas posteriores. La
radio estaba encendida. Pasaban una cumbia triste. Luego de un largo silencio
su acompañante dijo: . Y añadió: Por encima del timón extendió su mano y Walter sintió que el frio del metal le recorría
todo el cuerpo.
Walter
se imaginó delante del centro comercial Señor de Luren y se estremeció.
- Sólo
si escuchas un ruido -sentenció el flaco y volvió a perderse en su
mutismo.
Un golpe
cayó de pronto sobre él y lo cegó. Una camisa de fuerza laceraba su
interior y lo catapultaba a la tristeza. El hombre revoloteó los ojos:
. Walter no lo miró, se sentía herido. Era verdad: hacía varios meses
que había jurado dejar el negocio y, sin contar algunas fechorías menores
como robar carne en el mercado, había tenido éxito en su propósito. El taxi se
había convertido para él en una puerta donde, en cada paradero, en el rostro de
cada pasajero ameno y conve rsador se desnudaba frente a sus ojos
una vaga esperanza. A su lado, una
voz lo devolvía de golpe a la realidad del momento.
- Ya
llegamos- dijo el flaco, levantando las cejas y abriendo muchos los ojos-.
Espérame en la esquina, voy por los demás.
Walter
lo vio perderse por una calle angosta. No pudo evitar la tentación y bajó del
auto. En ese momento sintió que el ánimo se desmoronaba dentro de él
y corría calle abajo, hacia el vacío. Había perdido la malicia y aunque no
dudaba de su agilidad, de su cuerpo engrasado y la flexibilidad de sus piernas,
ahora la sombra del remordimiento se levantaba delante de sus actos como un
gran muro. No tuvo tiempo de seguir pensando. El flaco apareció con dos
muchachos y él creyó reconocer entre esas caras agujereadas por la viruela al
hijo de la Martha, su vecina. Se dieron la mano y estuvieron haciéndose bromas
hasta que llegó la hora.
- Lo más
difícil es aguantar el frío -dijo uno de los chiquillos.
El otro
parecía concentrado en la vigilia. Walter se acuclilló a su lado. Entonces el
muchacho que había estado vigilando la noche se levantó y se puso delante de
él. Walter leyó en esos ojos, todavía de niño, la malicia que él había ido perdiendo de a pocos a causa de
procurarse una vida mejor, desvinculada con las malas acciones y su espíritu
manso envidió aquel corazón firme que le señalaba la frente con el arma.
- Ya te
jodiste, negro -le dijo.
En ese
momento, aquella calle que él había odiado tantas veces por significar la
rutina, la soledad, le pareció hermosa. A los lejos cruzó veloz un taxi
amarillo. Ese sería su último recuerdo.
Cuando encontraron a Walter tendido sobre el asfalto,
hacía rato que la noche se había disuelto con los primeros brillos del sol. ?
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