Sobre TAJO:

“Somos aficionados a la poesía. No somos profesionales. Que eso quede bien claro, pues una buena parte de nuestra crítica es potenciada desde esa perspectiva, desde esos campos abiertos que supone tal condición". (Roberto Bolaño)

lunes, octubre 08, 2012

La última puerta/ Roberto Bermudez





La última puerta

Relato de Roberto Bermudez 




“Va corriendo, andando, huyendo de sus pies”
César Vallejo

­      - Hace rato que te esperan abajo.

     La voz de la mujer brotó de la oscuridad como un animal asustado. Walter encendió la luz del cuarto. Bajo el resplandor del foco se revelaron las paredes infectadas por la humedad.  Arrojó las llaves sobre el velador, junto a un atado de billetes y se dejó caer sobre la cama: “El taxi ya no era negocio en Lima”. De inmediato, sintió que la tensión de su cuerpo se quebraba como una copa de vidrio al tocar el suelo. La mujer se levantó. Desde la cabecera de la cama, estirado y con las manos detrás de la cabeza, la vio salir, perderse por el pasadizo hasta que se la tragó la oscuridad. En el trajín de la tarde había olvidado por completo lo de esta noche. Se asomó por la ventana: a  través del vidrio, divisó la silueta del flaco Fernando disimulada por la neblina, bajo los pies del inca, y no pudo evitar pensar en la soledad.

En el silencio de la madrugada la humedad crecía como una ola gigante.  Era tan intensa que por un momento  pensó que podía tocarla con los dedos.

            -Tendremos que poner papel -gritó, llevándose tres dedos al filo del bigote, al tiempo que se separaba de la ventana-. O nos cagaremos de frío.

            La mujer apareció con una tina con agua. Mientras la veía frente a él, Walter pensó en su vida, chata y vacía, desprovista de toda emoción; en cómo se le habían pasado los años sin ningún recuerdo importante al que aferrarse ante la idea de la muerte. Allí estaba su destino, enmarcado en el parabrisas, corriendo a toda velocidad por la Vía Expresa, pensando, muy en secreto, estrellarse y verse al fin exento de una vida que odiaba con todas sus fuerzas.  Por un instante, la idea de ser un condenado para siempre lo devastó. Estaba condenado a beber todos los sábados, a que sus días, inútiles, se escurrieran hasta la última gota en las cantinas del pasaje Humboldt, al traqueteo de un motor que se ahogaba cada veinte cuadras, a vivir sin comodidades, a pensar en la miseria del fin de mes como una puerta ineludible. Sin embargo, lo había salvado de la ruina final ese barrio alegre, colmado de salones de baile donde nunca termina la música, su gente que le resta posibilidades a la tristeza repartiendo abrazos ante las puertas cerradas del cine Beverly. Esa era la vida: una curiosa manera de sobrellevar el tiempo, apretado contra el pecho, todos los días,  con la vista  puesta hacia adelante.  Pero era tarde.  En ese momento, clavó sus ojos en los de su mujer y  decidió de golpe cambiar de carril, buscarse un nuevo  destino.

            La mujer le presentó la tina. Tenía el rostro desbaratado por el sueño. Walter metió las manos de prisa. Ella lo observó con una serenidad que lo puso en alerta.

            - ¿Qué?- dijo él.        

- Ya estás jodido así, negro,  por qué arriesgar el pellejo.

            De pronto, un coro de voces subió desde la calle como un vaho caliente y se instaló en medio del cuarto. La mujer se estremeció.

            - Están peleando, ¿oyes?

            Walter señaló la ventana con el dedo.

            - No te asustes. Pronto nos largaremos, chola, verás cómo nos olvidamos de este callejón de mierda.

            Ya afuera se enfrentó a la oscuridad de la madrugada. Era inevitable: la sola idea de volver al ruedo  le  producía una sensación de espanto. Se echó una manta sobre los hombros y atravesó el estrecho corredor con el  sigilo de un gato. Todavía tenía las piernas entumecidas por el frío y la cabeza ocupada por un sueño que, desde el jueves, no había dejado de perturbarlo, ardiendo en su cabeza, obstinado como la cresta de una llama. Avanzó hasta el lavadero y dejó caer suavemente el cuello bajo el chorro de agua fría. La imagen desapareció de golpe con los últimos rezagos del sueño.  El cielo estaba realmente oscuro, congelado como una fotografía, y en el ambiente flotaba el olor dulzón de la tierra mojada. Aspiró fuerte y sintió que sus pulmones se llenaban de una sustancia viscosa. No necesitaba la luz para orientarse, conocía a la perfección el callejón: el zigzagueante camino resbaladizo a causa de las tuberías rotas, el suelo poblado  de grietas, las  paredes desmoronadas por la humedad. Cerró los ojos y escuchó el silbido de los ronquidos filtrarse por las endebles puertas de los dormitorios, el chirriante movimiento de los camarotes de metal, el desvarío que producen los sueños y tuvo la sensación de que todos los habitantes del callejón habían muerto. Al llegar al altar del Señor de los Milagros, sorprendido de encontrar encendida la vela, se detuvo para rezar: dijo apretando los labios, al tiempo que se persignaba con la devoción de un santo. A la luz de la vela, su rostro cobraba un aspecto irreal.  Ahora lo invadía una sensación de paz benefactora que lo liberaba de toda culpa. pensó, saboreando la  lucidez que le producía escoger su destino.

            En la puerta del callejón lo esperaba el flaco. Parecía un fantasma. Sus ojos destellaban  bajo sus cejas pobladas.  

            - ¿Todo listo? -preguntó.

            - Sí -respondió Walter-. Listo.

         El auto avanzó por calles silenciosas, flotando a un lado de la vereda. Todavía no se habían apagado los últimos faroles de la plaza y sobre los techos de calaminas iba reptando una lucecita, vaga como los colores del atardecer.  De vez en cuando, el flaco se volvía a mirar por el espejo, como si lo dominara un tic nervioso: . Y al instante Walter pensó: .

            - Hay que estar seguros de que no nos sigue nadie- volvió a decir  el flaco, como si fuera la primera vez que lo decía.

     Walter descubrió que le temblaban las piernas. Entonces cayó en la cuenta: .

            Había comenzado a llover.

            - ¿Cómo está el asunto? -preguntó, adoptando una expresión reflexiva.

       Pero aquel hombrecillo parecía habitar un mundo paralelo, separado por un tufo de hierro de esa calle aniquilada por la realidad. Un perro salió de la boca de un callejón escoltado por un vagabundo y Walter tuvo que inventar una pirueta para no atropellarlo. El auto dio un salto sobre las ruedas posteriores. La radio estaba encendida. Pasaban una cumbia triste. Luego de un largo silencio su acompañante dijo: . Y añadió: Por encima del timón extendió su mano y Walter  sintió que el frio del metal le recorría todo el cuerpo.

            Walter se imaginó delante del centro comercial Señor de Luren y se estremeció.

            - Sólo si escuchas un ruido -sentenció el flaco y volvió a perderse en su mutismo. 

            Un golpe cayó de pronto sobre él y lo cegó. Una camisa de fuerza laceraba su interior y lo catapultaba a la tristeza. El hombre revoloteó los ojos: . Walter no lo miró, se sentía herido. Era verdad: hacía varios meses que había jurado dejar el negocio y, sin contar algunas fechorías menores como robar carne en el mercado, había tenido éxito en su propósito. El taxi se había convertido para él en una puerta donde, en cada paradero, en el rostro de cada pasajero ameno y conversador se desnudaba frente a sus ojos una vaga  esperanza. A su lado, una voz lo devolvía de golpe a la realidad del momento.

            - Ya llegamos- dijo el flaco, levantando las cejas y abriendo muchos los ojos-. Espérame en la esquina, voy por los demás.  

            Walter lo vio perderse por una calle angosta. No pudo evitar la tentación y bajó del auto. En ese momento sintió que el ánimo se desmoronaba dentro de él y corría calle abajo, hacia el vacío. Había perdido la malicia y aunque no dudaba de su agilidad, de su cuerpo engrasado y la flexibilidad de sus piernas, ahora la sombra del remordimiento se levantaba delante de sus actos como un gran muro. No tuvo tiempo de seguir pensando. El flaco apareció con dos muchachos y él creyó reconocer entre esas caras agujereadas por la viruela al hijo de la Martha, su vecina. Se dieron la mano y estuvieron haciéndose bromas hasta que llegó la hora.
            - Lo más difícil es aguantar el frío -dijo uno de los chiquillos.

       El otro parecía concentrado en la vigilia. Walter se acuclilló a su lado. Entonces el muchacho que había estado vigilando la noche se levantó y se puso delante de él. Walter leyó en esos ojos, todavía de niño, la malicia que él había  ido perdiendo de a pocos a causa de procurarse una vida mejor, desvinculada con las malas acciones y su espíritu manso envidió aquel corazón firme que le señalaba la frente con el arma.

            - Ya te jodiste, negro -le dijo.

       En ese momento, aquella calle que él había odiado tantas veces por significar la rutina, la soledad, le pareció hermosa. A los lejos cruzó veloz un taxi amarillo. Ese sería su último recuerdo.

Cuando encontraron a Walter tendido sobre el asfalto, hacía rato que la noche se había disuelto con los primeros brillos del sol. ?

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