Sobre TAJO:

“Somos aficionados a la poesía. No somos profesionales. Que eso quede bien claro, pues una buena parte de nuestra crítica es potenciada desde esa perspectiva, desde esos campos abiertos que supone tal condición". (Roberto Bolaño)

martes, agosto 07, 2012

El tiempo desbocado; terremoto en Haití, 12 de Enero 2010



Como adelanto del TAJO 6 les dejamos un texto de Alejandro Carnero sobre las dimensiones de una tragedia: terremoto en Haití en carne viva. 





"En los días subsiguientes, desde los escombros de su indigestión, la ciudad vomita cuerpos, metódicamente. La gente juega dominó cerca, o pasa sin evitarlos mucho, como si de muebles viejos abandonados se tratara"

In memoriam Andrea Loi y Jean Philippe Laberge

Hace unos días estuve con el presidente haitiano, de cuya música soy fanático. Conocido como Sweet Micky en su faceta como el artista más popular de Haití, desde la campaña electoral el presidente Michel Joseph Martelly, forzó una férrea metamorfosis para embutir en un closet al explosivo showman que tanta fama le dio, y al fin y al cabo la presidencia, pero que imposiblemente vestiría la solemnidad que tal cargo requiere. Ya en la campaña un arma de sus enemigos fueron los videos de conciertos en que se baja los pantalones y baila en calzoncillos.

Para mí Sweet Micky siempre simbolizó la increíble capacidad haitiana de estallar tras cuatro notas en esa alegría al borde de la locura que es quizás la dimensión más sana del humano. Sentimiento que en muchas culturas recibe una conmemoración especial: el Carnaval. El kompá de Sweet Micky es esplendido, vital y dulce; sus conciertos y las comparsas de febrero, legendarias. Pero claro, con las riendas de uno de los países más arduos del planeta en la mano, su excelencia Michel Joseph Martelly, debe mostrar el extremo opuesto, el del más formal, corporativo y amoldado tecnócrata.

Hay por lo tanto un estrictísimo protocolo emanado desde la presidencia, un sólido consenso tácito entre los agentes políticos nacionales e internacionales, y el país sigue la corriente, respecto a que Sweet Micky está muerto, y es hasta insultante evocarlo en relación a Michel Joseph Martelly.

Hace unos días pues, la oficina que dirijo en Puerto Príncipe, la de una agencia de Naciones Unidas, ejecutó una obra que se inauguraba con la presencia de su excelencia. En el momento de una foto semi-abrazados, el fan de décadas en mí no pudo contenerse y le solté, “me gusta mucho su música”. Calló largos segundos y una voz deontológica interna ya me regañaba angustiada. “Gracias”, contestó suave, con la limpieza de una conclusión, a la que parecía haber llegado en esos segundos: la de que tanto no puede negarse el que Sweet Micky está vivo en alguna parte.

Horas antes, mientras me acicalaba para la ceremonia, había pasado 40 minutos intentando hacerme el nudo de la corbata frente a un tutorial de youtube, así que padezco también para disfrazarme de funcionario y a veces añoro pasar el tiempo leyendo y escribiendo en lugar de administrando y proyectando en nombre de la comunidad internacional. Otras veces no, al contrario, me parece posición adecuadísima para un escritor, la de estar enchufado en actividades de la vida real y no en un laberinto de libros y coloquios. Aunque el dilema es espurio; lo que sea que se haga, lo único que hace a un escritor es un elemento cuasi innato: el talento. Pero qué desagradables esos personajes cuyo ser escritor no está en lo que escriben sino en representarse escritor. Es la más grotesca de las burocracias. En el Perú hay un caso paradigmático, Ivan Thays. Sin talento, sus escritos son naturalmente farragosos, pero de eso no tiene la culpa. Lo patético es que, no habiendo experimentado en su existencia nada más que sus funciones institucionales como escritor designado, tienen sus libros la vida de un animal disecado.

Un caso opuesto es Jaime Baily. Este, que algún talento tiene, irrumpe como escritor con la bandera de la vida extrema, énfasis en sus trucos más fáciles para una sociedad pacata: el atrevimiento sexual, la insolencia política pro-sistema. Pronto se descascara la primera capa y se distingue lo caricaturesco de su ser, pero fenómeno graciosísimo resulta cómo esta literatura de vida ligera ha terminado engendrado a dos mounstritos: su amante hombre y su amante mujer, que se proclaman escritores ante los medios de comunicación, llevando a su conclusión lógica el camino abierto por su padrino: la literatura como rama del bataclanismo. Todo lo racional es real diría Hegel.

Otros especimenes curiosos guarda el mediocrario literario peruano, está el ganador de premio de editorial española casa comercial fina, sus aspirantes, están los viejos regios, están los blogueros amargados. Pero baste apuntarlo. La digresión iba a que ocho años como funcionario internacional en Haití me han colocado en vivencias de intrínseca literaturalidad y cuento en esta crónica algunas del terremoto del 12 de enero 2010.

Trabajaba entonces en Port de Paix, relativamente lejos del epicentro, pero no tanto, y corrí del escritorio, irracionalmente no hacia la salida sino al balcón, brinqué sobre el muro externo y circulé sobre él, sorteando no sé cómo el alambre de púas hasta agarrarme a un plátano y voltear a mirar la oficina, que se movía con el gesto frenético e insolente de quien provoca una pelea, adelantando y retrocediendo pecho y rostro mientras dice “¿qué?, ¿qué?”, así que asumí que se precipitaba y me disponía a saltar al mar, que prácticamente da contra el muro, cuando todo paró.

Casi un minuto había durado, pero el pavor provoca la ilusión cronológica de que fueron segundos. Sonreí al ratito, con ese orgullo del latino tras experimentar riesgos que concluyen inofensivos. Pronto me enteraría de que en Port-au-Prince no había sido ningún chiste. Cuando alguna comunicación pudo restablecerse fui solicitado para apoyar en la emergencia allá.

Aunque Port-de-Paix está a 270 kilómetros de la capital, las carreteras sin asfaltar en su mayor parte y con tantos cráteres como la luna, los convierten en un viaje de atormentadas 8 horas. Debía despertarme a las 4:30 a.m. pero a las 3 el guardia toca la puerta casi frenéticamente. Va a haber otro terremoto, me dice. No pueden preverse, así que lo niego, pero insiste:
- ¡Todo el mundo ya salió!
Me asomo al balcón y veo la calle llena de gente. Empiezo a asustarme. Notándolo, el guardia me explica:
- ¡Dicen que ha habido un terremoto en Saint Marc, y va a venir para acá!
Es absurdo, pero cuando tomo el camino a Port-au-Prince, dos horas después, veo que toda la ciudad lo cree. Las calles están llenas de gente, en ambiente casi festivo, esperando al terremoto que viene de Saint Marc. Cuando en el camino paro en Gonaïves, la tercera ciudad de Haití, me comentan que ahí también la gente madrugó saliendo de sus casas a esperar un terremoto imaginado. Fue una estación de radio, adecuadamente llamada “Explosión” la que hizo circular otro rumor sin sentido en algún punto de la noche. Estas zonas no fueron afectadas en el sismo, pero la paranoia está en niveles de psicosis.
Nunca olvidaré la entrada a Port-au-Prince ese 14 de enero. El aire estaba distinto, como empachado y agrio. Todas las casas vacías, caídas o cayéndose. Esto curiosamente las humanizaba, no parecían objetos sino seres, desolados. Cartulinas y graffitis aquí y allá: “We need help”, lanzados a una comunidad internacional que empezaba a desembarcar por toneladas. Y la gente con tapabocas. En avenidas y callejuelas cadáveres a medio tapar, hinchados ya y tiesos, subrayando sin embargo la vida por cosas como unos jeans de moda, un peinado estilizado. Otros prolijamente cubiertos con sábanas, evidenciando con dignidad la forma humana subyacente.

Al imaginar las víctimas de una tragedia masiva, uno tiende a visualizarlas iguales, como una estadística encarnada, con la uniformidad de pescados en una red. Se habla de 230,000 en este caso. Lo más impresionante al estar rodeado de ellos eran sus atributos, en que uno repara apenas mientras camina entre la masa de vivos, pero en la muerte, cada niño, cada mujer joven, cada anciano, cada gordo, cada elegante o cada uniformado chilla ante el espectador su especialidad. Unos parecen dormidos, no se entiende qué les cayó encima matándolos, y es aterrador pensar en la fragilidad del juguete que nos envasa.

Mucho estaba como quedó. Había pocos rescatistas y se concentraban en los derrumbados grandes hoteles y el Head Quarter de Naciones Unidas, donde yacían extranjeros y la cúpula de la Minustah. Era entonces punzante entender la historia de algunos cuadros, la escena final de la película de alguien, congelada: los estudiantes en su huida por las escaleras cuando se derrumbó el instituto; la pareja en el carro en medio de la calle, plantado ahí por una casa que se les vino encima.

En los días subsiguientes, desde los escombros de su indigestión, la ciudad vomita cuerpos, metódicamente. La gente juega dominó cerca, o pasa sin evitarlos mucho, como si de muebles viejos abandonados se tratara. Y en cada calle una o tres edificaciones aplastadas, con el techo besando el piso. Adentro agonizan los atrapados, que no tuvieron la suerte de fallecer súbitamente. Por toda la ciudad, de las ruinas se desprende el vaho, un soplo agresivo a veces, de la muerte trabajando. En las zonas más apiñadas la gente cubre las calles con fogatas humeantes, para amortiguar el olor, mezclando plásticos, restos orgánicos, maderas, telas, todo. La combinación es asfixiante y entonces uno se pregunta si buscan disimular la descomposición de los muertos porque les molesta o simplemente por sus connotaciones psicológicas.
Por toda la ciudad campamentos improvisados con telas y palos, en todos los parques, en cada lote vacío. El terremoto fue muy democrático, sufrieron ricos y pobres por igual. A primera vista parecería un picnic gigantesco, pero luego se empieza a distinguir heridos, siendo alimentados, bañados, vestidos por familiares. Muriendo algunos luego por cosas como una fractura en la rodilla, una herida que nunca cerró.
En un campamento un tipo me mira con algo que no es rabia sino la última energía del derrotado y me grita: “¡encadénennos!”. Me ve blanco y me quiere decir: “ya no podemos estar peor, ya fracasamos como país”. Me puse a llorar. Tenía el horror atracado bajo control, el trabajo lo requiere, o simplemente porque así es el fondo de todo humano, resistente. Pero no sé por qué pensar en la primera republica negra, la que acogió y patrocinó la campaña de Bolívar, la que en la historia humana ha representado el orgullo y la victoria del esclavo, verla de rodillas por completo…

En el 2008 dirigí las distribuciones cuando Gonaïves se inundó dejando 300 mil personas damnificadas. Aquello me había parecido épico, pero era de juguete frente a Puerto Príncipe 2010. Nada como una catástrofe natural para puntualizar la hormiguez del humano, esencia que tiende a olvidarse con cada refinamiento tecnológico. El caos de un hormiguero destruido es un ejercicio idóneo para un curso sobre construcción de la realidad social. En estos el alumno de filosofía imagina un mundo sin la red de sobreentendidos (la validez del dinero, la canalización del deseo sexual, etc.,) que lo ordenan; nada como el hormiguero recién pateado para entender cómo los sobreentendidos forman un auténtico ecosistema físico.

La red de suministros, invisible sostén de cada individuo, súbitamente brillaba por su ausencia. Hambre y sed, retumbando por millones. “¡¿Pero qué están haciendo?!” gritaba la ciudad, la comunidad internacional y hasta por Facebook los allegados a funcionarios como yo. No quedaba más que lanzarse a las entrañas del monstruo, con dos camiones colmados de botellas de agua y una camioneta con seis soldados.
André Breton recomendaba un ejercicio de rutina para develar el surrealismo entretejido en el ambiente: caminar sin rumbo. En esa lógica íbamos, parando en cualquier espacio algo despejado, instalábamos el casi imaginario perímetro de seguridad -un cuadradito de seis soldados- y, develando las puertas del camión, recibíamos la voraz lava de gente arrojándose de todo punto cardinal mientras corría la voz sobre el agua. Como si fueran de plomo, los soldaditos se aferraban a sus fusiles, temblequeando, mientras enchufábamos botellas en una especie de medusa gigante de manos y gritos, que nos iba encerrando, comiendo, hasta que era azarosísimo, cerrábamos las puertas, empujones o hasta disparos al aire de los uniformados, descerrajábamos los vehículos y cuatros cuadras después repetíamos la operación, decenas de veces los primeros días. La adrenalina es una droga que trastoca el tiempo aun más dulcemente que la mariguana o el alcohol, las horas se funden con zumbido abejo y dejan en la mente esa plácida quietud posterior al sudor, similar a lo que el cuerpo obtiene con la gimnasia, pero en tenor metafísico.
A la semana sin embargo, casi me quedo en una sobredosis. Dirigía un equipo a Carrefour-Feuilles para distribuir artículos no alimentarios a 500 familias de un campo previamente identificado. El convoy incluía dos camionetas con personal, tres camiones con los productos y 14 cascos azules en dos vehículos militares. El camino es angosto y apenas la población nos vio empezó a amontonarse a los lados, cerrando luego el paso.
- ¡Hambre! ¡Estamos hambrientos!– gritaban y que las personas de "arriba" (adonde íbamos) ya “habían recibido”.
El gentío, principalmente joven, alterado, lanzaba maldiciones y amenazas. Una multitud desesperada es peligrosísima, pero si el motor no es político vacila en su decisión de asaltar. Y aunque la masa es amorfa, inimputable e intratable, he llegado a entender que, en el filo de la navaja, puede manejarse de alguna forma teniendo control de la primera línea. Esta es una fina capa de individualidades. El contexto los cristaliza sea como líderes improvisados, sea como barrera física, pues si no avanzan el resto está estancado, a menos que el todo se desboque. Son situaciones muy delicadas, pero he estado en decenas de distribuciones caóticas en ciudades devastadas y nunca deja de sorprenderme cómo la muchedumbre puede ser resistida en el juego de fuerzas con la primera línea.

Más fascinante aún es cómo la voz es casi tan efectiva como la potencia física. Los concurrentes están dispuestos a soportar empujones, palazos, escudazos y hasta gases de los agentes del orden, pronto ni los tiros al aire los asustan, y se dejan impulsar por el montón a sus espaldas para ir cerrando el espacio, usurpando una posición más directa al punto de distribución, etc. Si uno encara, reclama, increpa a individuos de la primera línea, puede aguantar la presión a través de estos, a veces de forma más efectiva que con la fuerza física. Llegan a desrobotizarse, se desgajan psicológicamente de la masa y vuelven a la civilización; este orden trasciende ligeramente a más atrás; es efímero, debe ser alimentado constantemente, pero opera. Cuando lo entendí siempre ponía a dos o tres asistentes a simplemente gritar advertencias a las primeras líneas, buscando el contacto visual, señalando conductas específicas; sirve tanto como las cachiporras.

Un día en una distribución especialmente caótica, a un tipo que se zampó al perímetro le clavé un rodillazo en el muslo que sentí rompía una rama seca. Lo abracé casi lloroso tras despertar de la furia. No me pensaba capaz de algo así. “¡Chééé, estás cansado, pará un rato de dirigir!, ¡son los momentos en que si no parás…!” me soltó el capitán Dalfino, de la armada argentina, y añadió en tono reflexivo “fue parte de lo que pasó…” Se refería a su guerra sucia, tema que habíamos tocado una vez.

Contaba pues que en el incidente de Carrefour-Feuilles, la muchedumbre quería pillar. No se atrevían aún a embestir pero exigían los productos, lo expresaban agresivos entre insultos y reclamos, una que otra piedra que volaba contra los camiones. Cortaban el paso, amenazaban con matarnos, juraban estar listos a morir (referencia a los 14 cascos azules de Sri Lanka que miraban el desarrollo aturdidos). Imposible salir del área, atrapados en el tropel. Cuadras adelante, volteando a la derecha, se abría una avenida más amplia. Para avanzar dejé flotar la impresión de que cedía, haríamos la distribución un poco más allá, y así andábamos a vuelta de rueda, mientras “negociaba” con improvisados líderes, coagulo del gentío expectante, que aún lo contenía.

Llegado al punto de giro, así lo ordené, la masa vio que nos marchábamos y se desprendió como una ola. Me acuerdo solo que de una patada voló el espejo retrovisor de una camioneta, otros golpeaban a nuestros chóferes, arrancó una lluvia de piedras, tiros al aire y bombardas mientras terceros rompían los candados y empezó el saqueo pero a la vez huían a toda bocina y velocidad las camionetas, camiones, jeeps militares, seguidos por una avalancha de maldiciones y piedras. Habíamos quedado en plena calle tres civiles, yo como blanco resultaba el blanco, y en un relámpago pensé que era mi hora. Notablemente, un tipo que todo el camino me amenazara de muerte facilitó nuestra huida encajándonos en la providencial camioneta de un vecino.
A posteriori uno se pregunta por que arriesgó el pellejo, como cuando lee en los periódicos que un guachimán fue asesinado por impedir el robo de tal taller y suena tan absurdo. Pero en el inmerso instante funciona una mezcla de sentido de la responsabilidad, enfermiza hasta lo kantiano, algo de ego, irreductible, mal cálculo del peligro o apuesta contra el destino, e incapacidad de imaginar salidas, pues uno no puede tampoco asumir “quiero despertar de esta pesadilla, ahí les dejo los camiones”, así que se mantiene firme en el puesto de peón que le tocó en la realidad social construida por millones de años de humanos, construida en uno por los años que lleva en ella.

Vivíamos entonces miles de personas en la base de Naciones Unidas, durmiendo desparramados por todos los suelos y con tres bloques sanitarios en cola de 30 individuos a cualquier hora de las 24. Nadie se bañaba en más de una semana, y estuve un poco decepcionado con los olores corporales más íntimos cuando al fin pude estar a solas: no eran tan intensos como esperaba, expectante a una nueva experiencia. Creo que tras cierto umbral, que en circunstancias normales pocos rebasan, se estabiliza el mal olor y no sigue profundizando en su ser; eso explica la convivencia campante durante la Edad Media, supongo. Las borracheras por las noches eran también medievales, tradicional en misiones humanitarias.

En febrero, un mes después del desastre, no cabía realizar el carnaval. Fue suplantado por jornadas nacionales de oración para pedir perdón a Dios -que había castigado a Haití-, por el vudú y otras tradiciones diabólicas. En vez del gran Sweet Micky, enardeciendo al grito de “¡kité compa maché!”, unas pavorosas letanías acomplejadas inundaban las ciudades. De nuevo una imagen para llorar. Por la penetración de las iglesias evangélicas gringas, auténtica mafia, cáncer de la cultura. Y más aún porque refrendaba el error original, de Haití, de America Latina, del tercer mundo en su conjunto: una vez independientes, en lugar de buscar en sí mismas, las naciones se emplearon en copiar al dedillo la cultura occidental. Mientras más repudian lo propio y más se acercan al modelo idealizado, más respetables se sienten. El resultado es grotesco y desquiciante. En el caso de Haití la presión por blanquearse era tremenda: primera republica negra del mundo, anacrónicamente (los EE.UU abolirían la esclavitud 60 y Brasil 90 años después), debía demostrar a la humanidad que podía ser civilizada. Imposible tener la claridad a principios del XIX para valorar la riqueza del acervo no-occidental, un cambio de mentalidad que apenas tiene unas décadas en el mundo, y en las personas más inteligentes. Así que Haití repudió del kreyol, del vudú, hasta de su negritud -tal como sucede en el Perú, mientras más de blanco en la piel, más respeto. Meter a Dios en este autodesprecio, rogándole indulgencia porque la haitianidad causó su furia, significaba el acabóse.


Alejandro Carnero es autor de los libros “La Luna llena de días” y “Tanta gente extinta, tanta tinta tonta”.


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