Como adelanto del TAJO 6 les dejamos un texto de Alejandro Carnero sobre las dimensiones de una tragedia: terremoto en Haití en carne viva.
In
memoriam Andrea Loi y Jean Philippe Laberge
Hace
unos días estuve con el presidente haitiano, de cuya música soy
fanático. Conocido como Sweet Micky en su faceta como el artista más
popular de Haití, desde la campaña electoral el presidente Michel
Joseph Martelly, forzó una férrea metamorfosis para embutir en un
closet al explosivo showman que tanta fama le dio, y al fin y al cabo
la presidencia, pero que imposiblemente vestiría la solemnidad que
tal cargo requiere. Ya en la campaña un arma de sus enemigos fueron
los videos de conciertos en que se baja los pantalones y baila en
calzoncillos.
Para
mí Sweet Micky siempre simbolizó la increíble capacidad haitiana
de estallar tras cuatro notas en esa alegría al borde de la locura
que es quizás la dimensión más sana del humano. Sentimiento que en
muchas culturas recibe una conmemoración
especial: el Carnaval. El kompá
de Sweet Micky es esplendido, vital y dulce; sus conciertos y las
comparsas de febrero, legendarias. Pero claro, con las riendas de uno
de los países más arduos del planeta en la mano, su excelencia
Michel Joseph Martelly, debe mostrar el extremo opuesto, el del más
formal, corporativo y amoldado tecnócrata.
Hay
por lo tanto un estrictísimo protocolo emanado desde la presidencia,
un sólido consenso tácito entre los agentes políticos nacionales e
internacionales, y el país sigue la corriente, respecto a que Sweet
Micky está muerto, y es hasta insultante evocarlo en relación a
Michel Joseph Martelly.
Hace
unos días pues, la oficina que dirijo en Puerto Príncipe, la de una
agencia de Naciones Unidas, ejecutó una obra que se inauguraba con
la presencia de su excelencia. En el momento de una foto
semi-abrazados, el fan de décadas en mí no pudo contenerse y le
solté, “me gusta mucho su música”. Calló largos segundos y una
voz deontológica interna ya me regañaba angustiada. “Gracias”,
contestó suave, con la limpieza de una conclusión, a la que parecía
haber llegado en esos segundos: la de que tanto no puede negarse el
que Sweet Micky está vivo en alguna parte.
Horas
antes, mientras me acicalaba para la ceremonia, había pasado 40
minutos intentando hacerme el nudo de la corbata frente a un tutorial
de youtube, así que padezco también para disfrazarme de funcionario
y a veces añoro pasar el tiempo leyendo y escribiendo en lugar de
administrando y proyectando en nombre de la comunidad internacional.
Otras veces no, al contrario, me parece posición adecuadísima para
un escritor, la de estar enchufado en actividades de la vida real y
no en un laberinto de libros y coloquios. Aunque el dilema es
espurio; lo que sea que se haga, lo único que hace a un escritor es
un elemento cuasi innato: el talento. Pero qué desagradables esos
personajes cuyo ser escritor no está en lo que escriben sino en
representarse escritor. Es la más grotesca de las burocracias. En
el Perú hay un caso paradigmático, Ivan Thays. Sin talento, sus
escritos son naturalmente farragosos, pero de eso no tiene la culpa.
Lo patético es que, no habiendo experimentado en su existencia nada
más que sus funciones institucionales como escritor designado,
tienen sus libros la vida de un animal disecado.
Un
caso opuesto es Jaime Baily. Este, que algún talento tiene, irrumpe
como escritor con la bandera de la vida extrema, énfasis en sus
trucos más fáciles para una sociedad pacata: el atrevimiento
sexual, la insolencia política pro-sistema. Pronto se descascara la
primera capa y se distingue lo caricaturesco de su ser, pero fenómeno
graciosísimo resulta cómo esta literatura de vida ligera ha
terminado engendrado a dos mounstritos: su amante hombre y su amante
mujer, que se proclaman escritores ante los medios de comunicación,
llevando a su conclusión lógica el camino abierto por su padrino:
la literatura como rama del bataclanismo. Todo lo racional es real
diría Hegel.
Otros
especimenes curiosos guarda el mediocrario literario peruano, está
el ganador de premio de editorial española casa comercial fina, sus
aspirantes, están los viejos regios, están los blogueros amargados.
Pero baste apuntarlo. La digresión iba a que ocho años como
funcionario internacional en Haití me han colocado en vivencias de
intrínseca literaturalidad y cuento en esta crónica algunas del
terremoto del 12 de enero 2010.
Trabajaba
entonces en Port de Paix, relativamente lejos del epicentro, pero no
tanto, y corrí del escritorio, irracionalmente no hacia la salida
sino al balcón, brinqué sobre el muro externo y circulé sobre él,
sorteando no sé cómo el alambre de púas hasta agarrarme a un
plátano y voltear a mirar la oficina, que se movía con el gesto
frenético e insolente de quien provoca una pelea, adelantando y
retrocediendo pecho y rostro mientras dice “¿qué?, ¿qué?”,
así que asumí que se precipitaba y me disponía a saltar al mar,
que prácticamente da contra el muro, cuando todo paró.
Casi
un minuto había durado, pero el pavor provoca la ilusión
cronológica de que fueron segundos. Sonreí al ratito, con ese
orgullo del latino tras experimentar riesgos que concluyen
inofensivos. Pronto me enteraría de que en Port-au-Prince no había
sido ningún chiste. Cuando alguna comunicación pudo restablecerse
fui solicitado para apoyar en la emergencia allá.
Aunque
Port-de-Paix está a 270 kilómetros de la capital, las carreteras
sin asfaltar en su mayor parte y con tantos cráteres como la luna,
los convierten en un viaje de atormentadas 8 horas. Debía
despertarme a las 4:30 a.m. pero a las 3 el guardia toca la puerta
casi frenéticamente. Va a haber otro terremoto, me dice. No pueden
preverse, así que lo niego, pero insiste:
-
¡Todo el mundo ya salió!
Me asomo al
balcón y veo la calle llena de gente. Empiezo a asustarme.
Notándolo, el guardia me explica:
-
¡Dicen que ha habido un terremoto en Saint Marc, y va a venir para
acá!
Es
absurdo, pero cuando tomo el camino a Port-au-Prince, dos horas
después, veo que toda la ciudad lo cree. Las calles están llenas de
gente, en ambiente casi festivo, esperando al terremoto que viene de
Saint Marc. Cuando en el camino paro en Gonaïves, la tercera ciudad
de Haití, me comentan que ahí también la gente madrugó saliendo
de sus casas a esperar un terremoto imaginado. Fue una estación de
radio, adecuadamente llamada “Explosión” la que hizo circular
otro rumor sin sentido en algún punto de la noche. Estas zonas no
fueron afectadas en el sismo, pero la paranoia está en niveles de
psicosis.
Nunca
olvidaré la entrada a Port-au-Prince ese 14 de enero. El aire estaba
distinto, como empachado y agrio. Todas las casas vacías, caídas o
cayéndose. Esto curiosamente las humanizaba, no parecían objetos
sino seres, desolados. Cartulinas y graffitis aquí y allá: “We
need help”, lanzados a una comunidad internacional que empezaba a
desembarcar por toneladas. Y la gente con tapabocas. En avenidas y
callejuelas cadáveres a medio tapar, hinchados ya y tiesos,
subrayando sin embargo la vida por cosas como unos jeans de moda, un
peinado estilizado. Otros prolijamente cubiertos con sábanas,
evidenciando con dignidad la forma humana subyacente.
Al
imaginar las víctimas de una tragedia masiva, uno tiende a
visualizarlas iguales, como una estadística encarnada, con la
uniformidad de pescados en una red. Se habla de 230,000 en este caso.
Lo más impresionante al estar rodeado de ellos eran sus atributos,
en que uno repara apenas mientras camina entre la masa de vivos, pero
en la muerte, cada niño, cada mujer joven, cada anciano, cada gordo,
cada elegante o cada uniformado chilla ante el espectador su
especialidad. Unos parecen dormidos, no se entiende qué les cayó
encima matándolos, y es aterrador pensar en la fragilidad del
juguete que nos envasa.
Mucho
estaba como quedó. Había pocos rescatistas y se concentraban en los
derrumbados grandes hoteles y el Head Quarter de Naciones Unidas,
donde yacían extranjeros y la cúpula de la Minustah. Era entonces
punzante entender la historia de algunos cuadros, la escena final de
la película de alguien, congelada: los estudiantes en su huida por
las escaleras cuando se derrumbó el instituto; la pareja en el carro
en medio de la calle, plantado ahí por una casa que se les vino
encima.
En los
días subsiguientes, desde los escombros de su indigestión, la
ciudad vomita cuerpos, metódicamente. La gente juega dominó cerca,
o pasa sin evitarlos mucho, como si de muebles viejos abandonados se
tratara. Y en cada calle una o tres edificaciones aplastadas, con el
techo besando el piso. Adentro agonizan los atrapados, que no
tuvieron la suerte de fallecer súbitamente. Por toda la ciudad, de
las ruinas se desprende el vaho, un soplo agresivo a veces, de la
muerte trabajando. En las zonas más apiñadas la gente cubre las
calles con fogatas humeantes, para amortiguar el olor, mezclando
plásticos, restos orgánicos, maderas, telas, todo. La combinación
es asfixiante y entonces uno se pregunta si buscan disimular la
descomposición de los muertos porque les molesta o simplemente por
sus connotaciones psicológicas.
Por
toda la ciudad campamentos improvisados con telas y palos, en todos
los parques, en cada lote vacío. El terremoto fue muy democrático,
sufrieron ricos y pobres por igual. A primera vista parecería un
picnic gigantesco, pero luego se empieza a distinguir heridos, siendo
alimentados, bañados, vestidos por familiares. Muriendo algunos
luego por cosas como una fractura en la rodilla, una herida que nunca
cerró.
En un
campamento un tipo me mira con algo que no es rabia sino la última
energía del derrotado y me grita: “¡encadénennos!”. Me ve
blanco y me quiere decir: “ya no podemos estar peor, ya fracasamos
como país”. Me puse a llorar. Tenía el horror atracado bajo
control, el trabajo lo requiere, o simplemente porque así es el
fondo de todo humano, resistente. Pero no sé por qué pensar en la
primera republica negra, la que acogió y patrocinó la campaña de
Bolívar, la que en la historia humana ha representado el orgullo y
la victoria del esclavo, verla de rodillas por completo…
En el
2008 dirigí las distribuciones cuando Gonaïves se inundó dejando
300 mil personas damnificadas. Aquello me había parecido épico,
pero era de juguete frente a Puerto Príncipe 2010. Nada como una
catástrofe natural para puntualizar la hormiguez del humano, esencia
que tiende a olvidarse con cada refinamiento tecnológico. El caos de
un hormiguero destruido es un ejercicio idóneo para un curso sobre
construcción de la realidad social. En estos el alumno de filosofía
imagina un mundo sin la red de sobreentendidos (la validez del
dinero, la canalización del deseo sexual, etc.,) que lo ordenan;
nada como el hormiguero recién pateado para entender cómo los
sobreentendidos forman un auténtico ecosistema físico.
La red
de suministros, invisible sostén de cada individuo, súbitamente
brillaba por su ausencia. Hambre y sed, retumbando por millones.
“¡¿Pero qué están haciendo?!” gritaba la ciudad, la comunidad
internacional y hasta por Facebook los allegados a funcionarios como
yo. No quedaba más que lanzarse a las entrañas del monstruo, con
dos camiones colmados de botellas de agua y una camioneta con seis
soldados.
André
Breton recomendaba un ejercicio de rutina para develar el surrealismo
entretejido en el ambiente: caminar sin rumbo. En esa lógica íbamos,
parando en cualquier espacio algo despejado, instalábamos el casi
imaginario perímetro de seguridad -un cuadradito de seis soldados-
y, develando las puertas del camión, recibíamos la voraz lava de
gente arrojándose de todo punto cardinal mientras corría la voz
sobre el agua. Como si fueran de plomo, los soldaditos se aferraban a
sus fusiles, temblequeando, mientras enchufábamos botellas en una
especie de medusa gigante de manos y gritos, que nos iba encerrando,
comiendo, hasta que era azarosísimo, cerrábamos las puertas,
empujones o hasta disparos al aire de los uniformados,
descerrajábamos los vehículos y cuatros cuadras después repetíamos
la operación, decenas de veces los primeros días. La adrenalina es
una droga que trastoca el tiempo aun más dulcemente que la mariguana
o el alcohol, las horas se funden con zumbido abejo y dejan en la
mente esa plácida quietud posterior al sudor, similar a lo que el
cuerpo obtiene con la gimnasia, pero en tenor metafísico.
A la
semana sin embargo, casi me quedo en una sobredosis. Dirigía un
equipo a Carrefour-Feuilles para distribuir artículos no
alimentarios a 500 familias de un campo previamente identificado. El
convoy incluía dos camionetas con personal, tres camiones con los
productos y 14 cascos azules en dos vehículos militares. El camino
es angosto y apenas la población nos vio empezó a amontonarse a los
lados, cerrando luego el paso.
- ¡Hambre! ¡Estamos hambrientos!– gritaban y que las personas de
"arriba" (adonde íbamos) ya “habían recibido”.
El
gentío, principalmente joven, alterado, lanzaba maldiciones y
amenazas. Una multitud desesperada es peligrosísima, pero si el
motor no es político vacila en su decisión de asaltar. Y aunque la
masa es amorfa, inimputable e intratable, he llegado a entender que,
en el filo de la navaja, puede manejarse de alguna forma teniendo
control de la primera línea. Esta es una fina capa de
individualidades. El contexto los cristaliza sea como líderes
improvisados, sea como barrera física, pues si no avanzan el resto
está estancado, a menos que el todo se desboque. Son situaciones muy
delicadas, pero he estado en decenas de distribuciones caóticas en
ciudades devastadas y nunca deja de sorprenderme cómo la muchedumbre
puede ser resistida en el juego de fuerzas con la primera línea.
Más
fascinante aún es cómo la voz es casi tan efectiva como la potencia
física. Los concurrentes están dispuestos a soportar empujones,
palazos, escudazos y hasta gases de los agentes del orden, pronto ni
los tiros al aire los asustan, y se dejan impulsar por el montón a
sus espaldas para ir cerrando el espacio, usurpando una posición más
directa al punto de distribución, etc. Si uno encara, reclama,
increpa a individuos de la primera línea, puede aguantar la presión
a través de estos, a veces de forma más efectiva que con la fuerza
física. Llegan a desrobotizarse, se desgajan psicológicamente de la
masa y vuelven a la civilización; este orden trasciende ligeramente
a más atrás; es efímero, debe ser alimentado constantemente, pero
opera. Cuando lo entendí siempre ponía a dos o tres asistentes a
simplemente gritar advertencias a las primeras líneas, buscando el
contacto visual, señalando conductas específicas; sirve tanto como
las cachiporras.
Un día
en una distribución especialmente caótica,
a un tipo que se zampó al perímetro le
clavé un rodillazo en el muslo que sentí rompía una rama seca. Lo
abracé casi lloroso tras despertar de la furia. No me pensaba capaz
de algo así. “¡Chééé, estás cansado, pará un rato de
dirigir!, ¡son los momentos en que si no parás…!” me soltó el
capitán Dalfino, de la armada argentina, y añadió en tono
reflexivo “fue parte de lo que pasó…” Se refería a su guerra
sucia, tema que habíamos tocado una vez.
Contaba
pues que en el incidente de Carrefour-Feuilles, la muchedumbre quería
pillar. No se atrevían aún a embestir pero exigían los productos,
lo expresaban agresivos entre insultos y reclamos, una que otra
piedra que volaba contra los camiones. Cortaban el paso, amenazaban
con matarnos, juraban estar listos a morir (referencia a los 14
cascos azules de Sri Lanka que miraban el desarrollo aturdidos).
Imposible salir del área, atrapados en el tropel. Cuadras adelante,
volteando a la derecha, se abría una avenida más amplia. Para
avanzar dejé flotar la impresión de que cedía, haríamos la
distribución un poco más allá, y así andábamos a vuelta de
rueda, mientras “negociaba” con improvisados líderes, coagulo
del gentío expectante, que aún lo contenía.
Llegado
al punto de giro, así lo ordené, la masa vio que nos marchábamos
y se desprendió como una ola. Me acuerdo solo que de una patada voló
el espejo retrovisor de una camioneta, otros golpeaban a nuestros
chóferes, arrancó una lluvia de piedras, tiros al aire y bombardas
mientras terceros rompían los candados y empezó el saqueo pero a la
vez huían a toda bocina y velocidad las camionetas, camiones, jeeps
militares, seguidos por una avalancha de maldiciones y piedras.
Habíamos quedado en plena calle tres civiles, yo como blanco
resultaba el blanco, y en un relámpago pensé que era mi hora.
Notablemente, un tipo que todo el camino me amenazara de muerte
facilitó nuestra huida encajándonos en la providencial camioneta de
un vecino.
A
posteriori uno se pregunta por que arriesgó el pellejo, como cuando
lee en los periódicos que un guachimán fue asesinado por impedir el
robo de tal taller y suena tan absurdo. Pero en el inmerso instante
funciona una mezcla de sentido de la
responsabilidad, enfermiza hasta lo kantiano, algo de ego,
irreductible, mal cálculo del peligro o apuesta contra el destino, e
incapacidad de imaginar salidas, pues uno no puede tampoco asumir
“quiero despertar de esta pesadilla, ahí les dejo los camiones”,
así que se mantiene firme en el puesto de peón que le tocó en la
realidad social construida por millones de años de humanos,
construida en uno por los años que lleva en ella.
Vivíamos
entonces miles de personas en la base de Naciones Unidas, durmiendo
desparramados por todos los suelos y con tres bloques sanitarios en
cola de 30 individuos a cualquier hora de las 24. Nadie se bañaba en
más de una semana, y estuve un poco decepcionado con los olores
corporales más íntimos cuando al fin pude estar a solas: no eran
tan intensos como esperaba, expectante a una nueva experiencia. Creo
que tras cierto umbral, que en circunstancias normales pocos rebasan,
se estabiliza el mal olor y no sigue profundizando en su ser; eso
explica la convivencia campante durante la Edad Media, supongo. Las
borracheras por las noches eran también medievales, tradicional en
misiones humanitarias.
En
febrero, un mes después del desastre, no cabía realizar el
carnaval. Fue suplantado por jornadas nacionales de oración para
pedir perdón a Dios -que había castigado a Haití-, por el vudú y
otras tradiciones diabólicas. En vez del gran Sweet Micky,
enardeciendo al grito de “¡kité compa maché!”, unas pavorosas
letanías acomplejadas inundaban las ciudades. De nuevo una imagen
para llorar. Por la penetración de las iglesias evangélicas
gringas, auténtica mafia, cáncer de la cultura. Y más aún porque
refrendaba el error original, de Haití, de America Latina, del
tercer mundo en su conjunto: una vez independientes, en lugar de
buscar en sí mismas, las naciones se emplearon en copiar al dedillo
la cultura occidental. Mientras más repudian lo propio y más se
acercan al modelo idealizado, más respetables se sienten. El
resultado es grotesco y desquiciante. En el caso de Haití la presión
por blanquearse era tremenda: primera republica negra del mundo,
anacrónicamente (los EE.UU abolirían la esclavitud 60 y Brasil 90
años después), debía demostrar
a la humanidad que podía ser civilizada. Imposible tener la claridad
a principios del XIX para valorar la riqueza del acervo
no-occidental, un cambio de mentalidad que apenas tiene unas décadas
en el mundo, y en las personas más inteligentes. Así que Haití
repudió del kreyol, del vudú, hasta de su negritud -tal como sucede
en el Perú, mientras más de blanco en la piel, más respeto. Meter
a Dios en este autodesprecio, rogándole indulgencia porque la
haitianidad causó su furia, significaba el acabóse.
Alejandro Carnero es autor de los libros “La Luna llena de días”
y “Tanta gente extinta, tanta tinta tonta”.
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