“–de
veras me veo bien?
–para lo fea que eres... más o menos...”
–para lo fea que eres... más o menos...”
Aquí no cabe ni el polvo. Esta casa se está sumiendo. Por estas calles, hace tanto, anduvo
la Japonesa. Eran otros tiempos. La fiesta: el triunfo de Don Alejo.
Esta estación Los Olivos es un paradero del
tiempo. Sus límites son invisibles pero inexorables.
El lugar sin límites se vive a la vuelta de
la esquina de la Ludo, una cabeza que es capaz de recordarlo todo, pero incapaz
de guardarse. Una sombra que se está yendo con el viento, en la calle, hacia la
plaza; o con la casa, entre los bailes, hacia el lodo.
A través de una “loca”, como se nombra a sí
misma la Manuela, vivimos el desencanto y la certeza humana de haber tenido
tiempos mejores. Eso se refleja en la construcción de un pueblo, que se cimenta
en sueños y promesas mientras va deconstruyéndose material y espiritualmente.
Parte de una estación de tren y se proyecta a la modernidad en términos de
energía eléctrica y un camino pavimentado: el longitudinal.
Manuela es una mujer transgénero(eso de la nomenclatura...): se concibe como mujer, vive
como mujer y piensa como mujer, independientemente de que esté o no vestida
como tal y de que haya nacido varón. Se dedicó a trabajar en las casas de
prostitutas; ahora vive, mitad dueña de una, para su vestido rojo y se sabe
admirada (cómica o eróticamente) cuando lo usa, cosido y recosido, cosido y
recosido, deteniendo el tiempo, desgastándose, porque aquí “no pasa nada”, sólo
se agota el mundo.
La estación “Los Olivos” es una utopía
cansada, visible desde afuera pero borrosa por dentro. La Japonesita, hija de
la Manuela, sueña con luz eléctrica y televisión. Esta casa de putas parte de
su mamá, la Japonesa, y se proyecta a la felicidad con la modernización. Don
Céspedes cría a los mismos perros: Negus, Otelo, Sultán y Moro, para el mismo
fundo, del mismo Terrateniente, Don Alejo, que nada cambia. Parece que quienes
no toleran este derrumbamiento son puestos al margen por una sociedad que no ve
nada y ciega; así se libera Pancho Vega, pero se queda. Esa permanencia como de
rocas acumula el desgaste en cada persona y un día, lo que no es, no es; y nada
es eterno, Manuela.
Baila, Manuela, y recuerda que el tiempo
sobrevive a nuestros huesos. Y recuerda que las convenciones nombran al mundo,
lo señalan; pero uno es sólo un hombre, y tiene una hija: la Japonesita; y uno
es débil porque es uno una loca, que nada hará sino huir. Huir y siempre huir.
Huir tras la apoteosis de nuestro baile español. Huir, aunque un@ tenga que
hacer cuadros plásticos. Aunque una aberración (¡quién diria, dios mío!) como
una loca con una mujer trastorne esa vida que se extiende de golpiza en
golpiza, de pueblo en pueblo, de casa de putas en casa de putas, de baile en
baile, de triunfo en triunfo, de Pancho Vega en Pancho Vega, Manuela. Aunque el
cuerpoy Don Alejo pasen por encima de nuestros huesos para darnos cuenta de que
estamos tirados en el mismo sitio, con el mismo vestido rojo, siendo los mismos
miserables hombres.
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