Sobre TAJO:

“Somos aficionados a la poesía. No somos profesionales. Que eso quede bien claro, pues una buena parte de nuestra crítica es potenciada desde esa perspectiva, desde esos campos abiertos que supone tal condición". (Roberto Bolaño)

jueves, enero 24, 2013

"caminar, leer, soñar, dormir un poco..."





Texto leído en el homenaje a Javier Heraud (23/01/13) 

Por:

J.B.A



PREGUNTO, sin ánimos de joder a nadie, ¿qué nos queda de Javier Heraud? Y, siguiendo con esto, ¿qué se esconde detrás de los muchach@s que piratean sus poemas y lo defienden sacando los dientes cada vez que alguien osa macular su nombre  en vano? Esos loquillos que hace poquito no más querían apanar al poeta Rodolfo Hinostroza porque dijo que Heraud había dicho que era un pituquito acomplejado. Esas loquillas que sueñan con tener su coherencia, mientras releen su obra completa en ediciones anticuchas, apolilladas (quizá la que Peisa editó el gobierno de Velasco) pasadas de mano en mano, que de tanto subrayar ya son un mamarracho de hojas espesas con olor a naftalina. Esos y esas, ¿Qué los sigue moviendo? ¿Cuál es el color de su ímpetu? ¿De donde viene tal vehemencia? ¿Qué hay detrás de uno de los mitos más grandes de los últimos años de las letras peruanas? ¿Cuál es su cau cau?

Mito, que fea, la verdad, ¡que fea palabra es la palabra mito! Me recuerda a enclenques clases de Historia, a profesores aletargados que olían a pis, a todo eso que se repudia cuando la rebeldía escupe sus canciones en la oreja. Y esto de la rebeldía te debe sonar clarito, más claro que los ríos de Macondo, mi querido Javicho… Y esto no es una clase más, aunque parezca. Vaya que parece, tanta gente sentada, acomodando el culo, esperando paciente las ponencias, declamaciones, canciones, intervenciones y demás ones… Toda esa maraña de afectos intelectualoides a nombre de uno de sus vates (con uve no con be, porseaca) más admirados. De seguro, si estuvieras aquí no aguantarías las ganas de salir corriendo, de buscar la vida en otras partes, de ir–como dice Angel Guinda- donde nacen las utopías.

Pero mejor sigo y sigo: ¿Qué mueve a los viejos anarquistas, los sindicaleros, los muchachos del Partido de la Ternura, las muchachas desesperadas e incondicionales a las pinturas, los loquitos que todavía creen que la poesía es un relámpago maravilloso, a todas estas personas que hoy han dejado de lado el internet y la buena vida y  han venido a tu homenaje? 

¿Qué hay detrás? 

¿Qué hay detrás de todos esos cacasenos que, muy estudiosos, ubican una vida apurada e indómita (como un río) dentro de años, preguntas para ingresar a la universidad, claves para aprobar el curso de Literatura? 

Quizá detrás de estos últimos haya caca, pero de los otros, de los soñadores que te siguen, Javicho 

¿Qué hay?




Mejor no sigo porque el calor y la verborrea aburre, cansa, agota Javicho, este miércoles que no habrá tortas ni velas en tu entierro, ni el eterno e insípido sapoverdetuyu ni los abrazos asfixiantes que vienen a contrarrestar el vacío del espíritu, pero si hay calor, calor y solemnidad, y miedo y una inflación a la vuelta de la esquina y una sociedad hipócrita, ensimismada, tenue y fea como una máquina de afeitar vieja y una clase política hastalashuevas que jode y jode y jode y unos intelectuales regocijados en sus rabiosas conspiraciones para escribir mejor que Vargas Llosa y…

Oh, pero me desvíe del tema y, pa concha, no resuelvo la pregunta del crucigrama ¿qué nos queda de Javier Heraud?...  Empecemos por algún lado. Hay una respuesta. Una al menos. Y es apurada y sencilla: poeta, joven y muerto. Un trío que hace delirar. Deliremos juntos. El recuento de otros literatos que siguieron esta senda puede ser de paporreta, igual hagamos memoria: Roque Dalton, Andrés Caicedo, Lucho Hernández, incluso Conti y el autor de Con el diablo adentro…Etc, etc y de nuevo etc. 

Ahora, cortemos, sin bisturí, las tres consignas.  



UNO: Poeta



Como poeta Javier Heraud mostró una sencillez y sinceridad difíciles de situar dentro de la poesía peruana y, por que no, latinoamericana. Sencillo, pero no tonto; sencillo, pero no cursi. Por eso días, días en los cafés del centro y el Patio de Letras de San Marcos,  se respiraba la influencia de la poesía española (Salinas, Quevedo, Lorca, Machado especialmente), la anglosajona (Eliot sobre todo) y la ubicua poesía del dúo Vallejo/Neruda, dos caminos disimiles y abiertos. Y Heraud era un lector compulsivo, promiscuo, opíparo. Lo tenía claro, no se hacía roches: quería escribir sencillo. Sin artilugios poéticos ni volteretas sensacionalistas. Para tod@s. Lo suyo, al menos en sus primeros poemarios, era el verso libre y directo. El Río –su primer poemario- es una muestra, un ápice, de la fuerza que podía recaer sobre palabras silvestres, como guijarros, pero bien compactas. Sobre sus versos repercuten los versos de Machado y, sobre los dos, los de Manrique

Muestra precocidad de poeta. Tenía 17 años. Podemos asumir – apresuradamente- que los poetas, a diferencia de los narradores (que pueden ir puliéndose a medida que el tiempo avanza), son más cercanos a eso que algunos llaman don y otros talento. Lo que no quiere decir que todo venga de generación espontanea, no. Las condiciones estaban echadas: ingreso a la Católica a los 16 años a estudiar derecho (por un lado). Y por otro, más bien intuitivo, tenía una sensibilidad especial. Sumas que dan una suerte de Rimbaund lorcho, una especie de artista adolescente que, como los cohetes de los cuales hablaba Jack Kerouac, iba a ser una ráfaga en el aire, hermosa y efímera.

Poesía que se despuntaba para SER pero en su transcurso ya ERA grande. No soy un crítico literario y los juegos de inter/textualidad y demás mamadas las pueden encontrar en libros anillados que venden frente a las universidades. O consultando con Wikipedia. Debo decir, eso sí, algo más. Y esto es un recuento inevitable, quizá el momento filing de mi entre comillas ponencia. Es un recuerdo.

Lo primero que leí de Javier fue un poema en fotocopia que nos entrego un imberbe profesor de literatura en el último año de colegio. Era un profesor que todavía no había acabado la universidad y necesitaba de las separatas para contrarrestar los vacíos de sus clases. Nos enseñaba de García Márquez y Neruda mientras el sudor corría por su espina dorsal.  Era ese poema lacrimógeno sobre el otoño.

Era el poema. 

Y no es que esto me haga llorar… decía esa voz grácil y triste, al borde de lo solemne y tierno. 

Ese, por un lado, y el por otro, el folleto que me presto mi amigo Oscar en la academia. Un folleto amarillento que contenía el Río, que leí caleta en la clase de aritmética y  fotocopie ni bien salimos de la Aduni. Para mí el Rio solo me sonaba a una banda de “rock” hastaelqueso que escuchaban los chimuelos que hacen su fiesta de promoción. Este río era distinto: fluía, fluía, fluía. Y, a veces, era tierno y otras salvajes. Los dos momentos, dejaron una marca rebelde e indeleble, esa voz que dejo una marca en mis adentros, casi casi parecida al rock de Charly García o a los besos de la ardilla Mara, una de esas que te hacen decir, puta esto era exactamente lo que buscaba, o ¿esto es poesía? Fueron –como dice Alberto Fuguet- una epifanía. Yo que - hasta entonces- pensaba que la poesía era pura palabra enrevesada o idiota como la de Chocano. Pero sí, era poesía y de la buena y de la grande. Y era mía. Y llegó cuando más la necesitaba, cuando buscaba una fe, un símbolo de paz, algo a lo que asir esa vorágine (estúpida) llamada adolescencia.  

Sigamos con el trío. 

DOS: Joven

2013 marca el calendario, los putos Mayas se equivocaron. No hubo fin del mundo porque ya estamos en él.  No me miren mal, pero creo firmemente –como creía Gardel- que el mundo fue y será una porquería. Lo dice un joven con  la misma edad que tenía Javicho cuando lo mataron. 21 años. Para los que partimos del hachazo que significó el internet en nuestras vidas –horas y horas regadas en el sano hueveo- no podemos entender lo que significa ser consecuente con los ideales. Ser joven ahora es ser normal, pertenecer a un modelo. La rebeldía se vende en la misma tienda donde compras el pan y la cerveza. Ser joven y rebelde es casi un cliché. No hay ideales.

Ideales que Javier tenía, claro. No importa (y que me disculpen los más viejos) de que tipo o calaña eran. Lo que importa es que los tenía. Y esto precisamente es de lo que carecemos en estos tiempos del facebook: convicciones, consecuencia, valor. Ideales que no lo hacen un mito (volvamos a la fea palabra) no, sino un ser humano complejo y sencillo, contradictorio. Javier no es un mito, no, nicagando, fue real y, por eso, imperfecto. Se enamoro, la cagó, fue egocéntrico, tierno, espontaneo. En fin.

No puedo dejar de evocar aquel momento estridente, el momento de su muerte. En el libro que publicó su hermana Cecilia (Vida y muerte de Javier Heraud, libro que me robé en un stand de Quilca) el pasaje de la muerte aparece nítido, con distintas versiones pero de un solo color: blanco. Cuenta los entretelones antes de la muerte. Un grupo de barbudos que llegan a un hospedaje en Puerto Maldonado. La policía los descubre y persigue. Javier se interna junto a un amigo en la selva. Pasa una noche entera ahí, la víspera de su muerte. A veces me he preguntando cuales fueron las últimas ideas que pensó, como fue soportar esa noche en el corazón de la selva, solo, temblando, aguijoneado con el sonido de las chicharas.

Javier, ante los soldados que lo perseguían en el río de Puerto Maldonado, en ese último rapto de vida, antes del dun dun, alzo una especie de bandera blanca. Lo que quiero decir es que Javier no quería morir. No tengo miedo de morir entre pájaros y arboles, dijo.  Y de esto, aunque no tenga nada con que sustentarlo salvo mi buena fe y mi intuición, estoy completamente seguro: yo creo que si tenía miedo. Javier hubiera preferido seguir respirando este aire con smog, sucio aire cargado de vidrios rotos, apestoso, pero vivo. Vivir vivo, decía Juan Ramírez Ruiz. Y eso es lo que pienso. Inmolarse para ser mito parece un peso que cargamos desde que Tetis le dijo a Aquiles que su destino era la muerte a cambio de la inmortalidad. Aquiles lo sabía y fue a Troya. Javier no tenía planeado morir. Javier no lo sabía. Sus planes eran más sencillos: cambiar el mundo. O si quiera intentarlo. Pero ya no esta. Es una respuesta que cae de madura, para los que amamos la vida (Javier era uno de ellos) la muerte es detenerse. Inmolarse, no, no se inmolo, lo mataron. Su coherencia fue seguir en lo que pensaba era el único camino, equivocado tal vez, pero camino a fin de cuentas.

Y esto, como un efecto domino, hace que estemos aquí. Hoy. Como también están los colegios, libros, calles, pueblos, personas y entes que llevan tu nombre, que cargan ese homenaje tácito y anónimo, ese destello que lo hace no morir 2 veces, que es como mueren los que son olvidados. Y estamos aquí y aquí nos vamos a quedar.

Volvamos al trío. 

TRES: muerto

Ya lo dije hace instantes. Hay toda clase de versiones e ideas frente al encuentro con la pelona. Ufff…Recuerdo que Octavio Paz decía que la muerte justificaba la vida, por ende, morir debe ser un acto glorioso. También están quienes, como Caicedo, le ponen fecha. Asunto poco recomendable aunque igual de admirable. Otros, como Bioy Cáceres afirman que todos somos héroes porque vamos a morir. Y hay quienes como Melquiades se aburren de la muerte y vienen a visitar a los vivos. Morir es un misterio. Por eso hay que tocar madera. O, si somos más bien materialistas, no dejar de creer en la materia. Persignarnos a nombre de la materia. En el nombre del átomo, de la mecánica cuántica… etc.

Morir. Morir joven. Y, de nuevo, regresemos, después de estos comerciales, a la pregunta del millón, perdón, de rigor, la del inicio, la neurálgica, la que empezó todo esta cháchara onanista, todo este bullicio de joven adicto a la poesía, de sueños punzocortantes, ¿Qué nos queda de Javier Heraud?

Lo repito: su consecuencia. Sea cual sea nuestra utopía uno debe entregarse sin tregua, como se entregan los amantes a la hora del amor, a eso que es hacer lo que piensas, a eso que es actuar según tu ritmo. Nos queda su consecuencia y algunos bellos poemas, y ese rostro de triste alegría, agridulce, de muchacho jubiloso que guardo en una botella un papel con un mensaje y luego lo encerró en el cemento de la columna de su casa; ese pájaro atrevido que le dijo a Calvo que era mejor poeta que él; el loquito que vagabundeó sin dinero ni esperanzas por un París mugroso donde conoció a Vargas Llosa y a Luis Loayza; ese muchacho que, en las cartas que le enviaba a su amigo Degale, afirmó “La vida es complicada, hermano Dégale. Pero para mí se ha tornado como el agua de una fuente cristalina, es decir, pura. Ya he pensado qué haré el resto de mi vida: caminar, leer, soñar, dormir un poco, escribir, conversar con mis amigos en las cantinas, reír otro poco. No estudiaré derecho ni seré un hombre de provecho. ¡Qué importa! Pero: seré feliz a mi modo, y habré ganado mi batalla, mi única batalla, mi insólita esperanza. No desesperes. La vida no ha terminado y recién comienza para ti y para mí”

Salud Javier, imagino las rumbas que debes tener con César, Alejandro, Toño, y otros locos que hacen sulfurar a San Pedro, y se me hace agua a la boca. Agua salada, agua que rebasa. Agua de la cual salen corriendo los ríos. Agua de la cual no has de beber. El río. Ese río de tu nombre que cruza la pista de Alfonso Ugarte y atraviesa el Metropolitano, se toma un emoliente con menta en la esquina, sube las escalinatas de la entrada del Centro Guadalupano, penetra sigiloso por entre la gente y me viene a mojar estas manos, unas manos –mis manos- –mis manos- que si tienen miedo de morir entre pájaros y arboles. 

Una de Sartre


Sartre corrió el rumor
de que el hombre está condenado a ser libre
como todo rumor, puede ser cierto o no.

Ponle que  fuera cierto
¿entonces los Rufitos de Lurigancho
podrían tomar el té a las seis de la tarde?
¿Entonces la puta de Colmena
es una ninfómana subastando su dignidad?
¿Entonces los Cañari de Comas
perdieron un hijo y ganaron un plato de comida?

Sí, Jean Paul, olvidaste asomarte por Lima a las 3 de la madrugada
e inhalar los orines de borrachos
que son analfabetos hasta los dientes
pero que hablan de libertad
como lo único arrastrado
e inútil
perforándonos el estómago
por culpa de  esta gastritis,
porque se estudia y no se come
se espera impaciente el título profesional
y la vida frente a eso no es más que un pasaporte.

Sí, Jean Paul
en este rincón de Sudamérica
aún el éxito sigue siendo el éxito
aquí nada que el peor de los fracasos
aquí un perro enclenque
se devora a otro perro
y los niños crecen mirando el Queirolo
lugar donde la chela cuesta más que un intento de suicidio
y donde tú, si hubieses sido peruano, estarías aplastando el culo.

De "No se han ido" - Omar Livano

sábado, enero 05, 2013

quieres ser escritor?





El gran César Vallejo corría por los tejados parisinos para beber con Neruda y sus amigos. Alfredo Bryce se jactaba de ser el escritor más borracho de su generación… pero, OJO, soy el autor de más de 15 novelas. César Calvo se levantó a Blanca Varela y a Mercedes Sosa, casi casi a Chabuca Granda (Según Maynor Freyre se levantó a todas) Jorge Pimentel fue repartidor de gaseosas durante un año, rezagando el sueño de ser torero en el fondo de botellas no retornables.

Enrique Verástegui tenía unas pesuñas insoportables. Enrique Congrains vendía jabones. José María Arguedas sentía debilidad por las prostitutas. Gregorio Martínez era todo un erudito del bulín. Vargas Llosa, en el Leoncio Prado, traficaba relatos eróticos para sus amigos jeropas a cambio de puchos y centavos. Ribeyro recogía puchos del suelo europeo y se los fumaba con fruición. Javier Heraud se jactaba de ser mejor poeta que César Calvo. Chocano se jactaba de ser mejor poeta que todos. A Juan Ojeda era un desconocido y no se jactaba de nada, una vez se arrojo frente a un tico amarillo buscando la muerte. No murió, no ahí. Ángel Garrido, gran poeta, esta vivo y coleando pero nadie le para bola. A Iván Thays todo la people lo conoce. Es el 666 anti-comida peruana. Carlos Oquendo de Amat no conoció a Iván Thays.

Antonio Cisneros fue insuperable lavando platos en Europa. Beto Ortiz trabajó afanoso en un restaurante gringo. Oswaldo Reynoso fue profesor. Lucho Hernández, médico.

Por cierto, Lucho Hernández (Luchito para los amigos) se arrojó a las rieles de un tren. Alejandro Romualdo murió solo, viejo, loco. Juan Ramírez Ruiz, vate increible, atropellado. José Ricalde aullando bajo su piel chamuscada: se baño de gasolina y se prendió.

A Heraud lo acribillaron. Arguedas y María Emilia Cornejo se suicidaron. Eleodoro Vargas Vicuña, quién decía “viva la vida carajo”, murió hospitalizado, luego de una temporada en el infierno.

O sea, si quieres ser escritor… escapa de tu casa, enamórate, que nadie pueda etiquetarte, sufre, no te corrijas ni te bañes, ama, viaja mucho, ¡vive carajo, vive intensamente!


juliobarcoavalos
Publicado en TFT (diario jovén)

viernes, enero 04, 2013

Detrás de la antología apócrifa: Los de afuera (Omar Livano)


1. Enrique Laos

En el semanario cultural de la Prensa se publicó el cuarto —o quinto— cuento escrito por Enrique Laos. Nadie, ni siquiera sus amigos más íntimos, estaban completamente seguros de qué número de cuento podía ser. De lo que también se dudaba era de la procedencia de estos. Los que conocían a Enrique eran pocos, ya sean lectores o amigos. El día que el cuento fue publicado recibió cuatro llamadas. Dos fueron para felicitarlo. Una para felicitarlo y preguntarle de dónde había sacado semejante texto, ¿de dónde? La cuarta llamada, por último, sólo fue para preguntarle esto mismo que la anterior.
Laos publicó en otras revistas unos relatos más bien lúgubres y pesados que pasaban desapercibidos. Este cuento, en cambio, se mostraba distinto. Había causado una misma impresión general. Una detonación de envidia entre sus allegados. No hablaré de la trama o el estilo del mismo porque eso poco importa para lo que deseo narrar.
Lo que sí interesa fue la quinta llamada que recibió Enrique. La del más indiferente de sus amigos. Se trataba del periodista Ítalo Huamán. Quien a pesar de tocar el mismo tema, lo sorprendió sobremanera ya que los halagos, viniendo de él, cobraban otro valor, quizá más importante. Pero todo se desmoronó cuando percibió que la lectura de Huamán no fue la más aguda. O no, por lo menos, la que esperaba de un tipo como él. Por un momento Enrique creyó que el periodista ni siquiera había entendido el final de su relato, y esto le provocó una extraña sensación de incomodidad, como si se tratase de un aluvión gástrico. Esta incomprensión, sin embargo, no quedaba de lado para Laos cuando oía como Huamán se desvivía en adjetivos que calificaban al cuento como genial.
—¿Genial?, de qué manera —le preguntó Laos.
—Me refiero al estilo.
—¿A mi estilo? ¿Te parece que ha evolucionado?
—No exactamente —responde Huamán— mira pocas veces he leído un cuento como ese. Es como una mezcla de Cortázar y Ribeyro, pero con algo más. Tú me entiendes.
Con tales comparaciones Laos pensó tristemente en sus otros 3 cuentos —¿o eran 4?— y supuso que alguna opinión debía tener Huamán sobre ellos.
—Mis otros cuentos… ¿también los leíste? —Preguntó tímidamente Enrique.
—No exactamente.
—Cómo es eso —volvió a preguntar— no me mientas.
—Es que Enrique… tus otros cuentos son malos. Ni siquiera entiendo cómo pudieron publicarlos.
—…Y ahora ¿a qué se debe tu llamada? —cambió repentinamente de tema Laos, conteniéndose el sinsabor del comentario anterior.
—Bueno, disculpa por la sinceridad —le dijo Ítalo— …la editorial en la que trabajo… sabes que trabajo en una editorial, ¿no?
—Sí —mintió Laos ahora más cortante.
—Bien… —siguió Huamán más pausado y con evidentes ganas de colgar— bien, lo que sucede es que la editorial quiere publicar una novela tuya.
Enrique advirtió que, por ahora, no tenía ninguna novela escrita. A lo más un par de cuentitos que tenía ocultos por creerlos impublicables.
—No te preocupes tendrás un plazo justo —prosiguió Huamán, y luego antes de que Enrique contestara le dijo que lo llamaría en dos meses.


***
Enrique Laos no era de los escritores más disciplinados. Esto de la novela le costaría mucho más trabajo del que él estaba acostumbrado. Sin embargo, para no ser interrumpido y poder escribir en serio decidió encerrarse a trabajar en su ático, que era a la vez su habitación. El exilio no duraría mucho ya que, arrastrado por la falta de ideas, escapaba con frecuencia de su escritorio. Exhausto o desesperado e cuestionaba así mismo: “A un escritor le puede faltar el dinero o la salud, incluso le puede faltar el amor, pero jamás las ideas”, pensaba. Cuando por fin hubo obtenido las primeras 10 páginas de su novela el plazo ya se había vencido.
—Alo Laos, hombre, estamos esperando —Le decía Ítalo Huamán por teléfono.
—He estado trabajando mucho—responde Enrique— pero llevo sólo —pensó que si decía 10 páginas la oportunidad se le escaparía de las manos— llevo sólo 100 páginas.
—Se ve que le estás dando duro —contesta sorprendido Huamán— es mucho para tan poco tiempo.
—…
—Te doy tres meses más —continuó Huamán— aplícale todas las horas que sean necesarias. Si necesitas algo no dudes en avisarme. Cuídate.
Cuando colgó el teléfono la ansiedad de Enrique le trepó como una araña por entre las piernas hasta enrollarse en medio de su estómago. Ese día, por más que lo intentó, no pudo escribir ni una sola oración. Se la pasó debajo de sus frazadas hasta que el sueño, felizmente, lo arrancó de semejante tortura.


***
Terminó por escribir cincuenta páginas a todo pulmón y utilizando todos los recursos técnicos que conocía. Al principio la publicación parecía un engaño, pues ya habían pasado seis meses desde que entregó el manuscrito y su libro aún no se exhibía en ninguna librería. “Tú sabes cómo son esas cosas de la edición”, le explicó Huamán. Cuando por fin se publicó la novela de Enrique, los críticos no fueron nada condescendiente, sin embargo el libro fue bien acogido por los fieles lectores, aquellos que aguardaban la primera novela del autor de aquel explosivo cuento que los fascinó. Las ventas no fueron masivas, pero justificaron el gasto de tinta y papel. Unos días después fue llamado por la misma editorial para negociar la posibilidad de otro libro para inicios del próximo año. La editorial escatimó, más de lo acostumbrado, en beneficios porcentuales. Enrique, en cambio, lo aceptó todo callado y sólo abrió la boca cuando tuvo que hacer la promesa para entregar el libro en menos de 6 meses. Al final se llegó a un mutuo acuerdo, que por supuesto era más favorable para la editorial que para Laos. Él, por su parte, podría haberse dicho a sí mismo que por fin consiguió ser un escritor profesional, pero andaba muy cansado para eso.
Al verse trabajando en la segunda novela, también recibió propuestas para una columna semanal de La prensa y una pequeña sección dedicada a las letras en un Magazine joven que el mismo diario publicaba los domingos. Enrique aceptó gustoso. Sin embargo, el tiempo se le fue achicando entre los dedos. Cada vez que se sentaba a escribir durante ese mes, las ideas parecían inaprensibles. Él, más ansioso que creativo, corría, tras de ellas, desesperado y al borde del colapso. Aún así continúo trabajando con lo que pudo, o con lo que alcanzó. Lo que finalmente no fue mucho, pero sí lo necesario para concluir su libro. Era un libro de relatos trabajado con excesiva prisa y por el que, sorprendentemente, no sentía ningún cariño.
No podía quejarse ni mucho menos decir que estaba harto. Por fin se dedicaba a lo que tanto deseó y, encima de eso, podía tener cierto reconocimiento. Aunque este sea pequeño y efímero. No gozaba de aplausos, pero todavía quedaba tiempo y un tercer libro podía sacarlo del agujero.


***
En algún momento eso hubiera sido suficiente. Y en realidad lo fue. No como lo deseó, pero tampoco todo era tan desagradable. La fama no fue totalmente mezquina con él. El dinero aunque no era mucho por lo menos llegaba puntual y cubría los gastos básicos (que ya no eran sólo libros y cigarrillos). Logró escribir el tercer libro —una novela más autobiográfica que el resto— con el que creyó poder enterrar el escándalo que le ocasionó la redescubrieron de sus tres (o cuatro) cuentos noveles, que por aquel entonces eran machacados por los críticos e ignorados por los lectores. Sin embargo, como era de esperarse, falló.
Con un poemario insípido alcanzó un segundo lugar en un concurso de provincia. Esto en un inicio hubiera significado una buena noticia. Pero se desató el escándalo al descubrirse que ítalo Huamán, su editor, era también juez de dicho concurso. A partir de ese momento la editorial cortó todos los vínculos con Laos. Lo hicieron solamente con una llamada que no sólo fue lacónica, sino también despectiva.
Enrique creyó que con una novela las cosas podían cambiar.
Todo iba relativamente bien, es decir, pensar en un cuarto libro era perfecto. Lo malo era tener que escribirlo. En ese lapso de tiempo su tercer libro no sólo fue maltratado por la crítica, sino también despreciado severamente por sus últimos lectores. Se dijo que el público se cansó de esperar que el genio de aquel cuento explosivo publicado en La prensa, hace un par de años, publique algo de esa altura.
Como lo predijo la crítica, Enrique no pensó siquiera en un quinto libro y aquella segunda novela quedó a medio escribir y guardada para siempre en la gaveta de su escritorio. No se supo más de él. Se rumoreó que puso una librería, o que viajó a Madrid. Lo que sí se mantiene aún es aquel cuento, el único que mantiene su nombre vivo, y que fue recogido por el periodista y editor ítalo Huamán.