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lunes, octubre 29, 2012

Un presente oculto - Abraham Abad



En Tajo seguimos difundiendo a escritores en ciernes. 
Esta vez presentamos a Abraham Abad, jovencito de 18 años, lector apasionado de Faulkner y Sartre; escribe cuentos mientras se prepara para  ingresar a la universidad.

Y dejamos uno de sus relatos: 





Un presente oculto
Por: Abraham Abad Calderón



<< El hombre no está hecho para la derrota; un hombre puede ser destruido, pero no derrotado >>. 
 Ernest Hemingway.



El reloj  marcaba las seis de la mañana. Qué  voy a hacer, se dijo.  Se dirigió a  la cocina  a prepararse su desayuno. No encontró nada para comer. Cucarachas merodeaban por los platos, las moscas volaban formando círculos. Se dirigió a su cuarto y se tiró a la cama. Era invierno y las paredes helaban. No era difícil dejarse atrapar por el sueño, pues el frío ayudaba. Cerró los ojos pensando en algo divertido. Se imaginó viajando por su país, el mar, paisajes hermosos. Luego lo atrapó el sueño.

Se despertó al medio día, aunque pareciera de mañana. El hambre lo acechaba. Ahora solo pensaba en comida. En su mente se imaginaba grandes platos sabrosos, postres exquisitos. Buscó por todas partes dinero, desde sus bolsillos hasta los bolsillos de la ropa amontonada que estaba en el piso. Encontró dos monedas y un desarmador. Con esto si me alcanza para el almuerzo, se dijo.

Hace dos semanas que no se aseaba. Se mojó la cabeza en el caño, y se secó con su mismo polo que traía puesto. Más vale tierra en cuerpo que cuerpo en tierra, se dijo. Salió a la calle donde todo le era indiferente, porque solo pensaba en él. Pensaba que el mundo giraba a su entorno. Si él no tenía que comer, era porque todos planeaban en su contra. Se formó esa teoría desde niño, aunque él solo se engreía, pues, su madre trabajaba y lo dejaba en casa solo.

Caminando lento sin apuro se dirigía a un comedor popular, pues la comida en ese lugar estaba barata. El único requisito era llevar su cuchara. Parecía el comedor de una cárcel. Todos comían en silencio, en sus ojos se notaba la nostalgia. Estaba lleno de traperos,  vagabundos, señores sin empleo. La puerta se abre al medio día, pero las personas casi siempre estaban esperando desde dos horas antes. Las puedes ver sentados estirando la mano, pidiendo para su comida. Algunos llegan acompañados con sus perros, que los esperaban en la puerta cuando ellos entran, esperando que le  guarden algo para comer.
Arturo llegó a la cola con sus dos monedas en su bolsillo, y el desarmador en el otro. Miraba el tablero donde decía lo que tocaba. Ya iba llegar su turno,  cuando se acordó que no tenía cuchara, ni un recipiente en donde le servirían. Corrió como un maratonista, el hambre  ayudaba a correr más rápido. Que imbécil, cómo me voy a olvidar lo más importante, se dijo mientras corría cada vez más rápido.

Llegó a su casa cansado. Se dirigió al caño, lo abrió y tomó agua. Se sentía miserable y fuerte a la vez. Recordó cuando jugaba con una pelota de trapo con sus compañeros de escuela, él era el jugador estrella. En  ese tiempo corría para meter goles, ahora lo hacía  para comer. Entro a la cocina donde los platos estaban amontonados, un olor nauseabundo se filtraba por todos los rincones. Sacó una cuchara sucia, lo mojó y lo metió en su bolsillo. Miró el reloj que marcaban las doce y media. Miró a su alrededor dando vueltas, con una mano cogiéndose la mandíbula en señal  de incertidumbre. Recordó que también tenía que llevar un plato o algo parecido. Se acercó al lavaplatos, y extrajo un plato de metal, lo metió en una bolsa junto con su cuchara. Salió de la casa apresurando el paso. No pensaba nada más que en comer. Imaginaba todos los tipos de sabores en su boca.
Llegó al comedor y no encontró cola, solo estaban un par de perros esperando a sus amos. Entró. Se acercó a la ventanilla donde se tiene que pagar, y preguntó si había cupo. Le dijeron que si. Pagó y fue a recibir su comida. Con la comida servida en su plato de metal, no aguantaba la hora de llegar a la mesa y devorárselo todo. Se sentó. Estaba a punto de dar el primer bocado, y se fijó en el hombre que estaba en frente de él mirándolo. El viejo lo miraba con curiosidad, colocó a un lado su plato y le dijo:

       -  Mucha hambre joven.
       -  Ah... Si -. Dijo Arturo demorando el pedazo de carne.
       -  Una vez pasé un mes sin comer -. Dijo el viejo-. Me encontraba en la selva. Tiempos difíciles.

Arturo se le quedó mirando un instante como recordando algo, pero luego siguió comiendo.

      - Me pareces conocido -. Dijo el viejo, mirando hacia arriba, para que los recuerdos se le vengan a la mente -. No me acuerdo.
       - Ahora ya estoy satisfecho -. Dijo Arturo.- Yo lo veo sentado en las mañanas en la vereda.
        - Seguramente. Da igual.
       - ¿Cómo te llamas? -. Le preguntó Arturo.
       - Danilo Quispe Guardamino -. Dijo el viejo.
       - Bueno a levantarse, ya se terminó la hora del almuerzo.- dijo Arturo incorporándose.

El viejo lo miraba y terminó diciéndole:

          -  Me haces recordar cuando yo era joven.
       -  Que cosas dices -. Dijo Arturo riéndose.

Se pararon y salieron a la calle. El viento soplaba fuerte. Arturo sentía frío,  se sobaba los brazos. Camino tres pasos y miró hacia atrás. Vio a Danilo recostado contra la pared. En las arrugas de su rostro se veía la melancolía, como si tan solo bastase con verlo, para saber todo lo que había sufrido. Se acercó, mientras lo hacía, pateaba pelotas invisibles. Sentándose a su costado le dijo:
       -  Mucho frío.
         -  Uno termina acostumbrándose -. Dijo el Danilo cerrando los ojos.
        -  Eso sí, la costumbre mata -. Dijo Arturo pensativo.
       -  El tiempo pasa volando -. Dijo Danilo.-, yo soy prueba viviente de ese caso. Cuando cumplí los quince años, quería ir a  otros lugares. Ir de aquí para allá era con lo que soñaba. Me la pasaba mirando tierra y más tierra. Un día decidí caminar sin mirar atrás. Me subía a los camiones. Trepaba como gato. Estaba de pueblo en pueblo.
       -  ¿Y no le daba miedo? -. Interrumpió Arturo.
        - Qué cosa -. Dijo Danilo.
       - Viajar solo, y a esa edad.
       -  Uno tiene que aprender a controlar su miedo -. Dijo Danilo.- Tengo setenta y tantos años y sigo teniendo miedo. Me acuerdo cuando me dijeron que estaba en Lima, me sorprendí. Creí que me iría mejor. Pero ya me vez. Esperando todos los días en la puerta del comedor popular. Una vida de holgazán es la que llevo yo. No me quejo, pero si puedo retroceder el tiempo, creo que lo haría mejor.
       - ¿Qué haría?-. Preguntó Arturo.
        -   Muchas cosas que no hice -. Dijo Danilo mirando el suelo como signo de lamentación.

      Arturo se paró, hizo un gesto como si se acordara de algo. Dio media vuelta y corrió. Después de haber estado corriendo por más de diez minutos paró. Si hubiera estudiado de verdad cuando tenía la oportunidad no estaría pasando esto, se dijo. Se encontraba en la Av. Prolongación Tacna. El tráfico de carros era como todas las tardes. Malabarista aprovechaban la luz roja de los semáforos, y  hacían sus maromas. Arturo los miraba desde lejos con envidia. Sé que soy mejor que ellos, se dijo, pero si sabría hacer algo sería distinto. Se quedó parado por largo rato en el paradero, esperando ese carro que no llegaría, pero él estaba dispuesto a esperar. Miró al cielo y pensó, << algunos aman a Lima, otras la odian. A mi me gusta así como está, con su cielo color gris, como la panza de un asno>>.  


                                                                                                               Lima, Octubre 2012.

Tajo en Villa el Salvador



Mañana, jueves 25 de Octubre, estaremos presentes en el evento de Arenas y Esteras:
 "20 años de Memoria y Dignidad" 

-Lectura de poemas
-Intercambio de ideas y proyectos

Lugar:
 Casa Cultural Comunitaria Arena y Esteras Sector 3 Gr. 24 Mz. E Lt. 9

(Para los que no conozcan el lugar, vamos a reunirnos en la plataforma de la universidad Vilarreal a las 4. De ahí vamos juntos)

Hora:

6:00

Más información:

martes, octubre 23, 2012

TAJO regresa al gallinero

Cuenta la historia que un grupo de muchachos, en alguna ocasión, se plantaron iracundos y lanzaron diatribas y poesía desde las alturas del pabellón D de la UNFV. Se repite la historia, esta vez gracias a los amigos de Qlaustro Fobia. TAJO de nuevo en el gallinero. 


sábado, octubre 13, 2012

Palabras Urgentes 3 (o testimonio personal)

Por Omar Livano


Quizá, hoy, algún muchacho decidió ser poeta. Lo que se le viene no es tarea fácil. Tampoco seamos trágicos: no importa mucho si no lo consigue. Eso, probablemente, no le importe al mundo. Aunque él, como todos los que así empiezan, puede pensar lo contrario.

Los años de vida que carga en sus bolsillos son irremplazables, únicos y determinantes, capaces de fulminar, en un par de segundos, la vida de un mamut. Y para ese río que nace, para toda esa sensibilidad que desborda y se vierte, para esa poderosa –aunque corta– experiencia, existe ya un cauce, un camino prefabricado. Camino cargado de amenazas letales que por desgracia aún perduran en mi generación. Es una lástima: han pasado 42 años y las cosas no han cambiado demasiado. Así que… a tener cuidado. No lo digo con voz experimentada o paternalista, y menos con alardes de místico mesiánico. Sólo admito —con resignación— que por el momento esta situación no ha de cambiar. Sin embargo, eso no significa que deba quedarme callado.

Esta realidad todavía no la comprende el poeta bisoño, sencillamente porque es difícil que alguien se lo explique y siempre es más fácil computarse poeta, tener la pose —cualquier pose— antes que pensar poesía. Ser poeta no sólo en el Perú sino en cualquier lugar del mundo, en verdad en verdad hablando, es una tarea complicada. Hace falta, por sobre todo, escribir unos cuantos poemas respetables, lo demás es la historia, la actitud. Suena sencillo, pero es complejo. Suena corto, pero es una vida entera. Suena intrascendente, y puede ser cierto, pero existe la posibilidad de cambiar el mundo, o los cinco minutos de un hombre, que equivalen —de alguna manera— a un mundo.
Por el contrario, elaborarse la máscara, como ya lo he dicho, no toma mucho tiempo. Es un camino fácil que el muchacho debe evadir a toda costa.

Le anticipo que sobre sus primeros poemas caerá la pesada influencia de un canon hiperatornillado a la literatura que conoció en su colegio y estirado hasta la boca de los catedráticos más infames y más universitarios que se conozcan. Por si fuera poco, sentirá la mano torcida de una crítica contemplativa y argollera, que obliga a las editoriales a seguir imprimiendo, todos los años, lo mismo, con distintos autores y en un peor papel.

El muchacho también conocerá, conversará, degustará algunos tragos, en los bares más frecuentados de Lima, con poetas de conocimiento superfluo, vanidades infladas y poquísima —incluso nula— poesía. Y no faltará mucho para que sus lecturas deambulen alrededor de los 60’s y 70’s y estos sujetos (del Queirollo, del Zela, etc) termínenle siendo despreciables, tontos, egoístas, patanes, soberbios, exhibicionistas, etc.

El camino es, entonces, la segunda etapa de los 60’s y la de los 70’s. De estos debe nutrirse el muchacho, para elaborar o intentar esbozar un nuevo intento de poesía vital y autóctona. Si es que lo desea. Entonces descubre Hora Zero, se entusiasma y se va de cara. ¿Qué pasó?, se preguntará el joven poeta en algunos poemas; incluso escribirá decenas de manifiestos a su desamor, a las nuevas causas y no entenderá nada. Es una pena: Hora Zero es un zombi que no pudo democratizar la cultura, y terminó por subirse —debe ser porque la vejez no permite caminar— al mismo coche que tanto repudió en una primera etapa. El poeta más entrado en años comprende y se encuentra con la tremenda dificultad de publicar. Se engaña y se siente bueno, cuando sólo es regular, y eso es decir mucho. Las editoriales —o imprentas— sólo exigen un requisito: dinero. El estado está ausente. Vargas Llosa gana el Nobel y Tajo es una mancha de chistosos. La Literatura, en general, no es más que un gasto tonto y superficial. Es triste, y es la peor de las mentiras: pero es.

Ahora que los tiempos han cambiado y que la calle tiene nuevos olores, y se extiende, como el lenguaje, como las formas, como las sensibilidades, por todos los rincones de este país (y del mundo); ahora que eso “está sucediendo” hace falta que más jóvenes, dispuestos a dejarse engullir por poesía, asuman con o sin banderas una nueva posición. Creer -y es momento de creerlo bien- que la poesía no salvará al mundo, pero a pesar de su reducido papel es una labor noble que demanda tiempo —toda una vida, incluso— solamente para acuñar un verso bueno, útil o innovador.

El poeta finalmente se dará cuenta y tendrá que aprender a ser poeta con las dos manos: “Con una escribe y con la otra se sostiene”.

jueves, octubre 11, 2012

LA VIDA GRIS / JULIO RAMÓN RIBEYRO






Nunca ocurrió vida más insípida y mediocre que la de Roberto. Se  deslizó por el mundo inadvertidamente, como una gota de lluvia en medio de la tormenta, como una nube que navega entre las sombras.

No tuvo una emoción fuerte, ni una aventura imprevista, ni una calamidad sonora, que coloreara la página blanca de su vida. Todo en él fue blando, suave, entregado con mesura; vivido sin contrastes. No fue lo suficientemente bruto para sentir la felicidad de no pensar en nada, ni lo bastante inteligente como para sufrir la angustia del saber más. Ni serio ni jocoso, ni bueno ni malo, ni estéril ni imaginativo, era como un agua tibia, como un árbol sin savia, como una sonrisa sin expresión.

Ni siquiera un rasgo de su semblante fue llamativo u original. De mediana estatura, de complexión delgada, sus ojos carecían de potencia, como una lampara mal encendida, y su voz era tan vulgar como corriente era el color de sus cabellos.

Su presencia no era ansiada ni evitada, pues no poseía aquella parquedad desagradable, ni era tan parlanchín que fastidiara. Saludaba, hablaba de cosas banales, decía lo que cualquier otro pudiera decir, y se alejaba sin haber comunicado ninguna novedad, sin haber despertado ningún afecto. No se notaba su presencia en el grupo de sus amigos cuando asistía, ni se reparaba en su ausencia cuando faltaba. No poseía ninguna particularidad notable que lo definiera, pues no sabía cantar, ni contar chistes, ni decir piropos. A todos les era indiferente, y por todos pasaba desapercibido. No se sabía qué le gustaba, a qué era aficionado, cuáles eran sus ideales, pues a nadie le interesaba preguntárselo, y él tampoco se afanaba en referirlos.

Cuando se encontraba con un conocido en la calle, conversaba sobre temas generales, sin profundidad ni elegancia, sin hablar de sí mismo ni incurrir por el destino del otro, como quien observa una fórmula social; y al despedirse, seguramente que su interlocutor se olvidaba que acaba de sostener una conversación.

Jamás alguien le consultó su opinión ni le pidió un consejo; ni tuvo un amigo más amigo que otros, ni un apodo cariñoso que exagerara alguno de sus rasgos. Nada en él llamaba la atención; todo en él era gris y normal, sosegado y neutro, limitado y barato. Sus exámenes no fueron brillantes que despertaran envidia, ni desastrosos que produjeran risa. Sus notas eran trece y catorce.

A no ser que lo vieran, no vivía en la conciencia de nadie. No se recordaba de él alguna opinión audaz o algún silencio elocuente, alguna pose elefante o alguna actitud gallarda. Lo que él hacía pronto se olvidaba, como se olvidaban sólo sus palabras que sólo el viento guardó.

De niño, en su barrio, palomilleó como todo rapaz, pero a excepción de una pedrada que le cayó en la cabeza y un vidrio que rompió, no le sucedió nada notable como a otros muchachos notables de sus edad; jamás lo mordió un perro, ni lo tomó preso un policía, ni lo atropelló una bicicleta, ni lo maldijo una vieja.

Siendo de la clase media no tuvo lindos juguetes; pero no le faltaron los soldados de plomo, ni el carro de cuerda. De este modo no lo impresionó el gozo de la abundancia, como tampoco lo contristó el dolor de la escasez.

No hizo viajes largos  que dejaran en su memoria recuerdos de paisajes, ni tuvo muchos parientes, ni lo quisieron mucho sus padres.
De su infancia, pues, no tenía nada que contar.

Su adolescencia fue igualmente mediocre. Conoció el mal y el mundo, sin asombrarse mucho, sin que nada despertara su pasión. Todo le pareció justo y corriente. Pecó sin sentir mucho remordimiento, y creyó en Dios lo suficiente como para no pensar el Él.
No siendo vehemente ni tampoco apático vivió un sentimentalismo moderado; hubo mujeres hacia las cuales se sintió atraído, pero nunca trató de discriminar la naturaleza de esta atracción. A ninguna cayó simpático, pero también por ninguna fue odiado. Y él aceptó esta indiferencia serenamente, creyéndola normal, sin sentirse herido en su vanidad, ni vulnerado en su amor propio.

Su cultura era mediana. Como todo muchacho había leído a Verne, a Dumas y a otros escritores de folletín; pero, de seguro, no sabría decir qué autor le había gustado más, o qué personaje le inspiraba más simpatía. No se preocupó nunca de señalar sus predilecciones literaria.

El el colegio no se apasionó por ningún cuso; estudiaba sin curiosidad, sin emoción, como si cumpliera un deber natural, un mandamiento; y en su memoria guardaba paletadas de nombres y de fechas que jamás trató de ordenar o rememorar. Lo vivido era para él inservible.
Cuando abandonó el colegio no lo extraño, y al enfrentarse a la vida no sintió la más leve intranquilidad. Sin inclinaciones personajes siguió la carrera que le designó su padre, y por ella andó paso a paso, sin fastidio, pero tampoco sin entusiasmo.

Poco filósofo, no se hizo ningún problema de su existencia, ni jamás se preguntó para qué vivía. No experimento la delicia de navegar en alas de la metafísica, ni el terror de enfrentarse a los problemas de la religión. No tuvo una posición ideológica definida, ni ideas motora que lo arrastraran hacia una meta; todo lo contempló sin la curiosidad del artista ni la emoción del poeta: con la indeferencia del burgués.

La circunstancias de su vida contribuyeron a fomentar su medianía. Sin saber ancido en una ciudad prestigiosa no podía enorgullecerse de su origen; más, como no había venido al mundo en un caserío, era injusto avergonzarse de su cuna. No descendiendo de una familia rica, no llamó la atención por su fortuna; pero como tampoco era pobre, no pudo impresionar por su miseria.

La fecha de su nacimiento no coincidió con ninguna conmemoración famosa, ni fue su nombre de pila un nombre original o inaudito, ni tuvo su apellido un rumor rancio de nobleza.
No siendo su padre un personaje notable, se vio privado de toda responsabilidad familiar; más, como tampoco descendía de un reo, no tuvo ningún complejo que ocultar.
El único hecho prominente de sus vida, fue un terminal que agarró en el sorteo de Fiestas Patrias: obtuvo quinientos soles. Era justo que esto sucediera en su existencia: de lo contrario su vida habría sido tan absolutamente mediocre, que se hubiera convertido en un caso interesante, excepcional de mediocridad, y en consecuencia hubiera dejado de ser mediocre, puesto que ya era interesante.

Al recibir su título de profesional, no rindió una tesis brillante que hiciera estremecer al viejo jurado de emoción; pero tampoco sostuvo una idea estúpida que mereciera un total disentimiento. Por otro lado tampoco resbaló en la alfombra de ir a recibir su grado, ni volcó tinta en el diploma, ni ocurrió algún incidente de esta naturaleza, que confiriera a la ceremonia, ya que no un aspecto solemne, por lo menos viraje cómico.
Abrió un estudio discreto, en una calle de poco tráfico, que fue concurrido por gentes de regular calidad, mediocres también como él. En dicho estudio ejerció paciente, silenciosamente su profesión, sin que se conociera de él alguna intervención notablem ni tampoco algún yerro espectacular.

Y mientras la placa dorada con su nombre y profesión iba perdiendo su brillo, y mientras su cabeza  iba encaneciendo, sus días pasaban unos detrás de otros, siempre iguales, siempre insípidos, como duplicaciones, como las páginas de un libro.
Roberto no se casó. De haberlo hecho, su vida habría tenido ya un motivo de ser, y quedaría justificada su existencia. Pero él fue absolutamente contingente, completamente inútil al mundo; ni siquiera tuvo descendientes.

Y por fin murió. Pero hasta su muerte fue vulgar, pueril, y antipoética. No se cayó de un quinto piso, ni lo arrolló un tranvía, ni lo corneó un toro. Nada digno de comentarse en los periódicos. Pescó un resfrío en una tarde invernal, y por no cuidárselo se le complicó con los bronquios, luego con la pleura, y rebotando de complicación en complicación, dio en la tumba, un miércoles de fin de mes.

Fueron a su entierro algunos colegas, por solidaridad profesional. Tuvo poca flores y ninguna lágrima. No le pusieron lápida, y justo al mes, un tío suyo le pagó una misa, a la que asistieron tres personas.

Después, se le olvidó por completo. Nadie lo recordo con ternura, nadie lo evocó con afecto. No se le citó en ninguna conversación, ni se lamentó con sinceridad de su muerte, ni le rezaron por las noches.

De su paso por el mundo no quedó nada bueno, ni nada malo. Era como si no hubiera existido, como un aerolito que cayera sin dejar estela, como un fuego que se apagara sin dejar cenizas. Se hundió en la nada llevándose todo lo que tuvo; cuerpo y alma, vida y memoria, latido y recuerdo.

Fue una vida inútil, rotunda, implacablemente inútil.



                                                                                                                      1949



  

miércoles, octubre 10, 2012

Poesía en la escuela

EL SÁBADO PASADO SE REALIZÓ UN TALLER DE POESÍA TAJADOR EN LURIGANCHO, el poeta Antonio Chumbile cuenta lo que se vivió:



Fue una GRAN experiencia. Única. Por las ventanas del salón podían verse los pies de la gente que caminaba sobre el arenal… como si estuviéramos bajo tierra, refugiados, hablando de poesía. Muchachos de varias edades escribieron y recitaron. Nos soltamos, nos reímos con ellos y todos aprendimos de todos. Lejos de reglas, broncas o envidias… 

La poesía ganó. 

Todos ganamos. 

Sentí que definitivamente si uno está en verdad comprometido con la literatura debe ir más allá de escribir, recitar, chupar u organizar coloquios. La literatura no nace sólo de la literatura ni produce sólo literatura. Su inmensidad se debe a que no se cierra a nada ni a nadie. El poeta tampoco debería cerrarse. 

Y aquellos que se cierran, en verdad… se pierden de mucho! 



El taller fue de la putamare y Tajo estuvo en su salsa…. El arte no sólo está en la calle… es cierto… pero con qué intensidad se vive allá afuera!!! Gracias a los muchachos que asistieron!!! Ellos son el principal motivo!!!



lunes, octubre 08, 2012

La última puerta/ Roberto Bermudez





La última puerta

Relato de Roberto Bermudez 




“Va corriendo, andando, huyendo de sus pies”
César Vallejo

­      - Hace rato que te esperan abajo.

     La voz de la mujer brotó de la oscuridad como un animal asustado. Walter encendió la luz del cuarto. Bajo el resplandor del foco se revelaron las paredes infectadas por la humedad.  Arrojó las llaves sobre el velador, junto a un atado de billetes y se dejó caer sobre la cama: “El taxi ya no era negocio en Lima”. De inmediato, sintió que la tensión de su cuerpo se quebraba como una copa de vidrio al tocar el suelo. La mujer se levantó. Desde la cabecera de la cama, estirado y con las manos detrás de la cabeza, la vio salir, perderse por el pasadizo hasta que se la tragó la oscuridad. En el trajín de la tarde había olvidado por completo lo de esta noche. Se asomó por la ventana: a  través del vidrio, divisó la silueta del flaco Fernando disimulada por la neblina, bajo los pies del inca, y no pudo evitar pensar en la soledad.

En el silencio de la madrugada la humedad crecía como una ola gigante.  Era tan intensa que por un momento  pensó que podía tocarla con los dedos.

            -Tendremos que poner papel -gritó, llevándose tres dedos al filo del bigote, al tiempo que se separaba de la ventana-. O nos cagaremos de frío.

            La mujer apareció con una tina con agua. Mientras la veía frente a él, Walter pensó en su vida, chata y vacía, desprovista de toda emoción; en cómo se le habían pasado los años sin ningún recuerdo importante al que aferrarse ante la idea de la muerte. Allí estaba su destino, enmarcado en el parabrisas, corriendo a toda velocidad por la Vía Expresa, pensando, muy en secreto, estrellarse y verse al fin exento de una vida que odiaba con todas sus fuerzas.  Por un instante, la idea de ser un condenado para siempre lo devastó. Estaba condenado a beber todos los sábados, a que sus días, inútiles, se escurrieran hasta la última gota en las cantinas del pasaje Humboldt, al traqueteo de un motor que se ahogaba cada veinte cuadras, a vivir sin comodidades, a pensar en la miseria del fin de mes como una puerta ineludible. Sin embargo, lo había salvado de la ruina final ese barrio alegre, colmado de salones de baile donde nunca termina la música, su gente que le resta posibilidades a la tristeza repartiendo abrazos ante las puertas cerradas del cine Beverly. Esa era la vida: una curiosa manera de sobrellevar el tiempo, apretado contra el pecho, todos los días,  con la vista  puesta hacia adelante.  Pero era tarde.  En ese momento, clavó sus ojos en los de su mujer y  decidió de golpe cambiar de carril, buscarse un nuevo  destino.

            La mujer le presentó la tina. Tenía el rostro desbaratado por el sueño. Walter metió las manos de prisa. Ella lo observó con una serenidad que lo puso en alerta.

            - ¿Qué?- dijo él.        

- Ya estás jodido así, negro,  por qué arriesgar el pellejo.

            De pronto, un coro de voces subió desde la calle como un vaho caliente y se instaló en medio del cuarto. La mujer se estremeció.

            - Están peleando, ¿oyes?

            Walter señaló la ventana con el dedo.

            - No te asustes. Pronto nos largaremos, chola, verás cómo nos olvidamos de este callejón de mierda.

            Ya afuera se enfrentó a la oscuridad de la madrugada. Era inevitable: la sola idea de volver al ruedo  le  producía una sensación de espanto. Se echó una manta sobre los hombros y atravesó el estrecho corredor con el  sigilo de un gato. Todavía tenía las piernas entumecidas por el frío y la cabeza ocupada por un sueño que, desde el jueves, no había dejado de perturbarlo, ardiendo en su cabeza, obstinado como la cresta de una llama. Avanzó hasta el lavadero y dejó caer suavemente el cuello bajo el chorro de agua fría. La imagen desapareció de golpe con los últimos rezagos del sueño.  El cielo estaba realmente oscuro, congelado como una fotografía, y en el ambiente flotaba el olor dulzón de la tierra mojada. Aspiró fuerte y sintió que sus pulmones se llenaban de una sustancia viscosa. No necesitaba la luz para orientarse, conocía a la perfección el callejón: el zigzagueante camino resbaladizo a causa de las tuberías rotas, el suelo poblado  de grietas, las  paredes desmoronadas por la humedad. Cerró los ojos y escuchó el silbido de los ronquidos filtrarse por las endebles puertas de los dormitorios, el chirriante movimiento de los camarotes de metal, el desvarío que producen los sueños y tuvo la sensación de que todos los habitantes del callejón habían muerto. Al llegar al altar del Señor de los Milagros, sorprendido de encontrar encendida la vela, se detuvo para rezar: dijo apretando los labios, al tiempo que se persignaba con la devoción de un santo. A la luz de la vela, su rostro cobraba un aspecto irreal.  Ahora lo invadía una sensación de paz benefactora que lo liberaba de toda culpa. pensó, saboreando la  lucidez que le producía escoger su destino.

            En la puerta del callejón lo esperaba el flaco. Parecía un fantasma. Sus ojos destellaban  bajo sus cejas pobladas.  

            - ¿Todo listo? -preguntó.

            - Sí -respondió Walter-. Listo.

         El auto avanzó por calles silenciosas, flotando a un lado de la vereda. Todavía no se habían apagado los últimos faroles de la plaza y sobre los techos de calaminas iba reptando una lucecita, vaga como los colores del atardecer.  De vez en cuando, el flaco se volvía a mirar por el espejo, como si lo dominara un tic nervioso: . Y al instante Walter pensó: .

            - Hay que estar seguros de que no nos sigue nadie- volvió a decir  el flaco, como si fuera la primera vez que lo decía.

     Walter descubrió que le temblaban las piernas. Entonces cayó en la cuenta: .

            Había comenzado a llover.

            - ¿Cómo está el asunto? -preguntó, adoptando una expresión reflexiva.

       Pero aquel hombrecillo parecía habitar un mundo paralelo, separado por un tufo de hierro de esa calle aniquilada por la realidad. Un perro salió de la boca de un callejón escoltado por un vagabundo y Walter tuvo que inventar una pirueta para no atropellarlo. El auto dio un salto sobre las ruedas posteriores. La radio estaba encendida. Pasaban una cumbia triste. Luego de un largo silencio su acompañante dijo: . Y añadió: Por encima del timón extendió su mano y Walter  sintió que el frio del metal le recorría todo el cuerpo.

            Walter se imaginó delante del centro comercial Señor de Luren y se estremeció.

            - Sólo si escuchas un ruido -sentenció el flaco y volvió a perderse en su mutismo. 

            Un golpe cayó de pronto sobre él y lo cegó. Una camisa de fuerza laceraba su interior y lo catapultaba a la tristeza. El hombre revoloteó los ojos: . Walter no lo miró, se sentía herido. Era verdad: hacía varios meses que había jurado dejar el negocio y, sin contar algunas fechorías menores como robar carne en el mercado, había tenido éxito en su propósito. El taxi se había convertido para él en una puerta donde, en cada paradero, en el rostro de cada pasajero ameno y conversador se desnudaba frente a sus ojos una vaga  esperanza. A su lado, una voz lo devolvía de golpe a la realidad del momento.

            - Ya llegamos- dijo el flaco, levantando las cejas y abriendo muchos los ojos-. Espérame en la esquina, voy por los demás.  

            Walter lo vio perderse por una calle angosta. No pudo evitar la tentación y bajó del auto. En ese momento sintió que el ánimo se desmoronaba dentro de él y corría calle abajo, hacia el vacío. Había perdido la malicia y aunque no dudaba de su agilidad, de su cuerpo engrasado y la flexibilidad de sus piernas, ahora la sombra del remordimiento se levantaba delante de sus actos como un gran muro. No tuvo tiempo de seguir pensando. El flaco apareció con dos muchachos y él creyó reconocer entre esas caras agujereadas por la viruela al hijo de la Martha, su vecina. Se dieron la mano y estuvieron haciéndose bromas hasta que llegó la hora.
            - Lo más difícil es aguantar el frío -dijo uno de los chiquillos.

       El otro parecía concentrado en la vigilia. Walter se acuclilló a su lado. Entonces el muchacho que había estado vigilando la noche se levantó y se puso delante de él. Walter leyó en esos ojos, todavía de niño, la malicia que él había  ido perdiendo de a pocos a causa de procurarse una vida mejor, desvinculada con las malas acciones y su espíritu manso envidió aquel corazón firme que le señalaba la frente con el arma.

            - Ya te jodiste, negro -le dijo.

       En ese momento, aquella calle que él había odiado tantas veces por significar la rutina, la soledad, le pareció hermosa. A los lejos cruzó veloz un taxi amarillo. Ese sería su último recuerdo.

Cuando encontraron a Walter tendido sobre el asfalto, hacía rato que la noche se había disuelto con los primeros brillos del sol. ?

Al rincón quita pasión


“Necesitamos un amigo antes que un profe”.
Yamyle: estudiante de secundaria


“Es una cárcel, el colegio es una cárcel”
Tomás: compañero de Yamyle



Las cosas en el cole —que yo recuerde— nunca estuvieron bien. Para entender eso no necesitamos estadísticas internacionales. Lo académico —que es también importante— acapara toda la atención. Todos los flashes. Se está olvidando, o ya se olvidó, que educar no sólo es inyectar conocimientos teóricos (que cada día sirven menos) o prácticos, sino que también es propiciar las condiciones adecuadas para el desarrollo emocional.  Y esto último puede que sea más trascendental.

“Corazones: no solo cabezas en la escuela”, titula uno de los libros de Alexander Neill (Escocia 1883), que sentencia las bases para un  revolucionario sistema pedagógico —que de “sistema” tiene muy poco— y que lleva a la praxis en Summerhill School. Neill ve en la Inglaterra de los años 20 una sociedad enferma, neurótica. Una sociedad castrada por un sistema que educa con valores gastados e hipócritas y sin actitud crítica. Situación que, viéndola bien, no dista mucho de nuestra realidad.

“Nos tiramos la pera porque el colegio aburre, los profes aburren”, dice un muchacho de 14 años. Cuando al chico le extirpan la libertad, y solo le quedan los deberes y la seriedad, entonces el tedio aparece. Y por si fuera poco, tratan de hacerlo todo más vertical e inútil. Prefieren tenerlos con uniforme y cabello corto, antes que nutridos y cómodos. Los muchachos respetan más  una bandera que la autonomía o la integridad de un compañero (bullying). “La violencia es una respuesta a la represión y al odio, y el odio a su vez sólo puede generar más odio”. Aparte, se le vende a los padres la idea de que valores surgidos en esta “nueva sociedad” (la disciplina, la competencia, el poder), son las piezas clave para el éxito. Y lo más curioso es que existan quienes pagan mensualmente por este servicio.

“En las escuelas normales hay estudiantes indiferentes y que a fuerza de disciplina y con dificultades pasan a los estudios universitarios, para llegar a ser profesores sin imaginación, médicos mediocres, que podrían haber sido buenos mecánicos”, nos dice Neill. ¿A qué se debe este frenesí por la universidad? Estamos, acaso, alimentando egos individuales y de supuesta superioridad (“tienes que ser alguien en la vida”), dejando de lado el servicio social y la investigación, totalmente desinteresados, que simbolizaron en algún momento la universidad. Colegios pre-universitarios —en su mayoría— cuyo único objetivo es ubicar a unos cuantos alumnos en los primeros puestos de alguna universidad nacional para luego exhibir, orondos, una gigantografía de éxitos 2012. ÉXITOS. Así los llaman. Mercancía para exhibir.

El camino para extirpar este cáncer —como lo dijo Neill, en su momento— es la libertad y el amor. La búsqueda sana y consciente de la autonomía del individuo, que no se aleja de la solidaridad y la tolerancia. Se necesita formar hombres que se formen a sí mismos. No títeres que sólo reflejan frustraciones y complejos de sus maestros: “El que es egoísta con las personas no puede ser profesor”. De este encuentro con la personalidad, que no es más que la alineación de las experiencias, surge el hombre libre, crítico y sobre todo feliz.

La educación es un problema más engranado al resto de problemas que imperan en nuestra sociedad. Un problema que ha sido tocado con pinzas y del que sólo hemos querido ver las notas en los exámenes, dejando de lado el corazón, o peor aún, dañándolo. Pensar en Summerhill en la actualidad puede parecer un disparate (A pesar de que colegios como Los Reyes Rojos —conducidos por esta pedagogía libertaria— funcionan con tranquilidad y buenos resultados). Pero lo que complica la difusión de este sistema en otras instituciones son básicamente dos cosas: Primero, el gasto elevado que generan y  segundo, la mentalidad mojigata de algunos padres, que de seguro creerán que un sistema tan permisible sólo puede engendrar desorden mental y libertinaje. Totalmente falso, ya que la libertad limitada en la integridad de los demás —está demostrado— genera hombres creativos, decididos, confiados, independientes y, por sobre todo, pasionales. Dicen que a este país le falta tolerancia, es decir respeto, y solamente el amor y el miedo lo generan. Ya probamos con lo segundo y ha servido de muy poco. Quizá llegó el momento de intentarlo de otra manera. 


(Por Omar Livano)

sábado, octubre 06, 2012

Taller de poesía


Siguiendo con la difusión, los Tajo estaremos todos los sábados, a partir de las 10 de la mañana, en el Taller de Poesía, organizado por el poeta Ernesto Montero. 

Tod@s están invitados, es un taller totalmente gratis, sin ningún ánimo de imponer, más bien de conocer experiencias, conversar, discutir y conocer. 

El Taller se realiza en el colegio Fe y Alegría 25. 

Para llegar puedes tomar un carro en Puente Nuevo, y bajarte en el Paradero 7 de la AV. CANTO GRANDE-San Juan de Lurigancho. 

Y, no bien llegas, subes a una moto-taxi y por china te lleva hasta el colegio. 

Tocas el portón y preguntas por el taller.