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lunes, octubre 29, 2012

Un presente oculto - Abraham Abad



En Tajo seguimos difundiendo a escritores en ciernes. 
Esta vez presentamos a Abraham Abad, jovencito de 18 años, lector apasionado de Faulkner y Sartre; escribe cuentos mientras se prepara para  ingresar a la universidad.

Y dejamos uno de sus relatos: 





Un presente oculto
Por: Abraham Abad Calderón



<< El hombre no está hecho para la derrota; un hombre puede ser destruido, pero no derrotado >>. 
 Ernest Hemingway.



El reloj  marcaba las seis de la mañana. Qué  voy a hacer, se dijo.  Se dirigió a  la cocina  a prepararse su desayuno. No encontró nada para comer. Cucarachas merodeaban por los platos, las moscas volaban formando círculos. Se dirigió a su cuarto y se tiró a la cama. Era invierno y las paredes helaban. No era difícil dejarse atrapar por el sueño, pues el frío ayudaba. Cerró los ojos pensando en algo divertido. Se imaginó viajando por su país, el mar, paisajes hermosos. Luego lo atrapó el sueño.

Se despertó al medio día, aunque pareciera de mañana. El hambre lo acechaba. Ahora solo pensaba en comida. En su mente se imaginaba grandes platos sabrosos, postres exquisitos. Buscó por todas partes dinero, desde sus bolsillos hasta los bolsillos de la ropa amontonada que estaba en el piso. Encontró dos monedas y un desarmador. Con esto si me alcanza para el almuerzo, se dijo.

Hace dos semanas que no se aseaba. Se mojó la cabeza en el caño, y se secó con su mismo polo que traía puesto. Más vale tierra en cuerpo que cuerpo en tierra, se dijo. Salió a la calle donde todo le era indiferente, porque solo pensaba en él. Pensaba que el mundo giraba a su entorno. Si él no tenía que comer, era porque todos planeaban en su contra. Se formó esa teoría desde niño, aunque él solo se engreía, pues, su madre trabajaba y lo dejaba en casa solo.

Caminando lento sin apuro se dirigía a un comedor popular, pues la comida en ese lugar estaba barata. El único requisito era llevar su cuchara. Parecía el comedor de una cárcel. Todos comían en silencio, en sus ojos se notaba la nostalgia. Estaba lleno de traperos,  vagabundos, señores sin empleo. La puerta se abre al medio día, pero las personas casi siempre estaban esperando desde dos horas antes. Las puedes ver sentados estirando la mano, pidiendo para su comida. Algunos llegan acompañados con sus perros, que los esperaban en la puerta cuando ellos entran, esperando que le  guarden algo para comer.
Arturo llegó a la cola con sus dos monedas en su bolsillo, y el desarmador en el otro. Miraba el tablero donde decía lo que tocaba. Ya iba llegar su turno,  cuando se acordó que no tenía cuchara, ni un recipiente en donde le servirían. Corrió como un maratonista, el hambre  ayudaba a correr más rápido. Que imbécil, cómo me voy a olvidar lo más importante, se dijo mientras corría cada vez más rápido.

Llegó a su casa cansado. Se dirigió al caño, lo abrió y tomó agua. Se sentía miserable y fuerte a la vez. Recordó cuando jugaba con una pelota de trapo con sus compañeros de escuela, él era el jugador estrella. En  ese tiempo corría para meter goles, ahora lo hacía  para comer. Entro a la cocina donde los platos estaban amontonados, un olor nauseabundo se filtraba por todos los rincones. Sacó una cuchara sucia, lo mojó y lo metió en su bolsillo. Miró el reloj que marcaban las doce y media. Miró a su alrededor dando vueltas, con una mano cogiéndose la mandíbula en señal  de incertidumbre. Recordó que también tenía que llevar un plato o algo parecido. Se acercó al lavaplatos, y extrajo un plato de metal, lo metió en una bolsa junto con su cuchara. Salió de la casa apresurando el paso. No pensaba nada más que en comer. Imaginaba todos los tipos de sabores en su boca.
Llegó al comedor y no encontró cola, solo estaban un par de perros esperando a sus amos. Entró. Se acercó a la ventanilla donde se tiene que pagar, y preguntó si había cupo. Le dijeron que si. Pagó y fue a recibir su comida. Con la comida servida en su plato de metal, no aguantaba la hora de llegar a la mesa y devorárselo todo. Se sentó. Estaba a punto de dar el primer bocado, y se fijó en el hombre que estaba en frente de él mirándolo. El viejo lo miraba con curiosidad, colocó a un lado su plato y le dijo:

       -  Mucha hambre joven.
       -  Ah... Si -. Dijo Arturo demorando el pedazo de carne.
       -  Una vez pasé un mes sin comer -. Dijo el viejo-. Me encontraba en la selva. Tiempos difíciles.

Arturo se le quedó mirando un instante como recordando algo, pero luego siguió comiendo.

      - Me pareces conocido -. Dijo el viejo, mirando hacia arriba, para que los recuerdos se le vengan a la mente -. No me acuerdo.
       - Ahora ya estoy satisfecho -. Dijo Arturo.- Yo lo veo sentado en las mañanas en la vereda.
        - Seguramente. Da igual.
       - ¿Cómo te llamas? -. Le preguntó Arturo.
       - Danilo Quispe Guardamino -. Dijo el viejo.
       - Bueno a levantarse, ya se terminó la hora del almuerzo.- dijo Arturo incorporándose.

El viejo lo miraba y terminó diciéndole:

          -  Me haces recordar cuando yo era joven.
       -  Que cosas dices -. Dijo Arturo riéndose.

Se pararon y salieron a la calle. El viento soplaba fuerte. Arturo sentía frío,  se sobaba los brazos. Camino tres pasos y miró hacia atrás. Vio a Danilo recostado contra la pared. En las arrugas de su rostro se veía la melancolía, como si tan solo bastase con verlo, para saber todo lo que había sufrido. Se acercó, mientras lo hacía, pateaba pelotas invisibles. Sentándose a su costado le dijo:
       -  Mucho frío.
         -  Uno termina acostumbrándose -. Dijo el Danilo cerrando los ojos.
        -  Eso sí, la costumbre mata -. Dijo Arturo pensativo.
       -  El tiempo pasa volando -. Dijo Danilo.-, yo soy prueba viviente de ese caso. Cuando cumplí los quince años, quería ir a  otros lugares. Ir de aquí para allá era con lo que soñaba. Me la pasaba mirando tierra y más tierra. Un día decidí caminar sin mirar atrás. Me subía a los camiones. Trepaba como gato. Estaba de pueblo en pueblo.
       -  ¿Y no le daba miedo? -. Interrumpió Arturo.
        - Qué cosa -. Dijo Danilo.
       - Viajar solo, y a esa edad.
       -  Uno tiene que aprender a controlar su miedo -. Dijo Danilo.- Tengo setenta y tantos años y sigo teniendo miedo. Me acuerdo cuando me dijeron que estaba en Lima, me sorprendí. Creí que me iría mejor. Pero ya me vez. Esperando todos los días en la puerta del comedor popular. Una vida de holgazán es la que llevo yo. No me quejo, pero si puedo retroceder el tiempo, creo que lo haría mejor.
       - ¿Qué haría?-. Preguntó Arturo.
        -   Muchas cosas que no hice -. Dijo Danilo mirando el suelo como signo de lamentación.

      Arturo se paró, hizo un gesto como si se acordara de algo. Dio media vuelta y corrió. Después de haber estado corriendo por más de diez minutos paró. Si hubiera estudiado de verdad cuando tenía la oportunidad no estaría pasando esto, se dijo. Se encontraba en la Av. Prolongación Tacna. El tráfico de carros era como todas las tardes. Malabarista aprovechaban la luz roja de los semáforos, y  hacían sus maromas. Arturo los miraba desde lejos con envidia. Sé que soy mejor que ellos, se dijo, pero si sabría hacer algo sería distinto. Se quedó parado por largo rato en el paradero, esperando ese carro que no llegaría, pero él estaba dispuesto a esperar. Miró al cielo y pensó, << algunos aman a Lima, otras la odian. A mi me gusta así como está, con su cielo color gris, como la panza de un asno>>.  


                                                                                                               Lima, Octubre 2012.

5 comentarios:

  1. Me gusta, es preciso en lo que escribe, no se olvida de esos detalles pendientes que dejo en la anteriores frases, como siempre la memoria ayuda mucho a los narradores... Abraham, quiero mas tu potencial es bastante bueno
    Luzbelito

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