(Lima, 1947)
VAGABUNDOS REALES
Cuando el primer poema hizo presa
de mi fantasía, un pez y una máquina de coser se instalaron en ella. Tejida la
telaraña, un par de leyendas mudaron mi timidez en estados alterados. La
leyenda de Arthur Rimbaud en Ardennes fortalece la de Francois Villon, en
Pontoise, Francia. Ambas giran en torno a un poeta granuja. La primera traza un
rastro que va de Charleville, un anodino poblado francés, hasta África. De la segunda, es decir de la vida
caminante de Villon, se pierde todo apunte del protagonista a los32 años. Las
dos tienen las marcas de la violencia y el desdén por lo que dejaron atrás.
Rimbaud canceló sus metáforas en nombre de los desiertos del amor, Villon se
libró de morir en la horca y huyó.
El amor me liga a esas sombras y
talla en mi destino otras. Los granujas que encontré por el mundo fueron
simples ladrones de gallinas, fumadores de pipa con la cazoleta invertida,
oscuros militantes de sectas o partidos políticos ya desaparecidos.
En una excursión que hice al
interior del país cuando tenía veinte años, me deslumbraron los ojos
almendrados y cínicos de un pueblerino. El cielo bajo y el brillo de las
estrellas serranas tenían la misma intensidad que sus pupilas azules. San
Miguel de Cajamarca sobrevivía una recia
temporada de lluvias con muy pocas reservas. En los lugares escarpados y áridos
habían crecido hierba mala y flores silvestres, pero en el poblado escaseaba la
harina; el camión que cargaba harina y en el que venía yo fue recibido con gran
algarabía. Hasta aquí había viajado yo buscando mi destino.
Por esa época, nada era más
incierto que adentrarse en un pueblo del interior. Ni el teléfono ni el
telégrafo eran objetos muy reales, todo podía estar en desuso o descompuesto, y
en ese caso, solo te quedaba aspirar el aire seco y limpio de las montañas.
Cuando me presentaron a Ojos
Almendrados creí ver al leopardo esperado. Él tocaba charango y cantaba en el
cementerio. Al pueblo había llegado ya la música de Santana. Dormimos en el
pasto y bebimos cañazo con vainilla, ebrios y felices, mientras aguardábamos
que el camión descargara su mercancía, pues al cabo de ese hecho retornaría yo
por donde había venido, como un suspiro divino.
Cuando regresé a Lima, Ojos
Almendrados, cantor de cementerios y ladrón de gallinas, me siguió y al
anochecer apareció justo al poste de luz de mi casa; Ojos Azules entonaba
baladas campesinas bajo mi ventana y mi padre lo apuntó con su anticuado
Máuser, espantando la leyenda. No supe cómo aquel superó la vergüenza esa
noche. Me enteré años después de que había ingresado a la PIP. Pobre Rimbaud.
FUNCIÓN MATINAL
Un hombre en cuclillas junto a
una pared tiene el pantalón remangado a la altura de las rodillas y oculta la
cabeza con las manos. La pared está en medio de un pastizal. Más que una simple
pared es un murallón. En él se han escrito: “¡Viva la guerra popular! ¡que
muera el presidente!”.
Pasa una línea férrea muy cerca
de la pared, pero no se oye el pitar del tren. En cambio, a pocos metros, los
carros pasan a gran velocidad por la carretera.
A lo lejos, en un terreno eriazo,
se divisa un poblado. Enormes cerros plomizos lo cercan. La atmósfera no es
transparente. Curvándose, en los cerros, las torres de electricidad asoman sin
mayor inquietud.
Es otoño. El río arrastra poca
agua y tiene piedras. Algunos campesinos rocían con pesticida las legumbres.
Sus camiones se estacionan a la entrada de sus huertos.
El hombre en cuclillas alza de
rato en rato la cabeza. Siente el venir del viento inflado de los carros. Sus
ojos son compasivos.
MUJER CON SAYONARAS CELESTES
El tema que acababa de exponer en
clase había sido sugestivo: “Las ciudades en las postrimerías de la Edad Media”.
Recuerdo que todos se rieron cuando dije que eran tan sucias como las nuestras
y nadie pudo en ese instante concebir una ciudad limpia en el resto del mundo.
Comprobé esta hipótesis en una composición donde la fuerza de la realidad se
impuso a la lógica. He ahí lo insólito en una prosa de Kafka en la que el
narrador presenta una urbe vacía y limpia. El error de nuestro desconocimiento
o de nuestra incapacidad para imaginar una ciudad distinta, ya que mis alumnos
no habían visto nunca otro fenómeno que el que enfrentaban a diario: Lima y sus
suburbios.
Pero la universidad estaba
situada a una hora de Lima, en el campo, en una zona denominada yunga, al
parecer menos contaminada.
A eso de las cinco de la tarde yo
ya estaba fuera del campus intentando conseguir un micro para regresar al
monstruo. Ese día, como todos los miércoles, a la misma hora, me fui caminando
hacia la carretera central en vista de que a esa hora se suspendía el tráfico
entre la universidad y Chosica. Caminaba a lo largo de una barriada con cierta
dificultad por la arena acumulada por el último huaico. Los escasos arbustos
habían sido arrancados por el aluvión. Mis botines se hundían rítmicamente
tratando de no alejarme de los estudiantes
que se perdían por las callecitas
estrechas. Presentía el peligro de estar sola, semejante al alud de meses atrás
o a los asaltos que, según se rumoreaba, sorprendían a los caminantes en la
oscuridad. Sin embargo, a esa hora de la tarde, la vida parecía desenvolverse
de manera normal por este lado de la villa. Las mujeres iban y venían con sus
bolsas de pan caliente para la merienda.
Dos mujeres conversaban en un
extremo del puente con una vendedora ambulante. Las tres parecían indiferentes
ante lo que sucedía a pocos metros: bajo el puente una pequeña mujer se
empujaba con las manos. Sus sayonaras celestes hacían lo posible por afirmarse
en la resbaladiza ladera. Restos de comida, latas oxidadas, papeles y otros
desperdicios cubrían el monte hasta el río.
El paisaje a esa hora se teñía de
una tonalidad sepia, la tierra y el cielo adquirían una monocromía envolvente.
Pensé que esta parte de la realidad se me revelaba solo a mí. En cambio, allá,
en la capital, seguramente la gente ya estaría hojeando el periódico en la
agenda de espectáculos para elegir la película deseada.
Me acerqué al trío de mujeres,
una tenía una escoba en la mano para limpiar-supuse- el lodo de la escalerilla
del puente, pero ni siquiera voltearon a verme, mucho menos se dieron cuenta de
que la mujer en el basural estaba a punto de resbalar y caer sobre las piedras
del río. ¿Qué buscaba esa especie de simio en ese lugar y a esa hora? Yo no vi
nada de valor, solo basura desparramada, entre la que buceaba a tientas,
sorteando el peligro. La vida, sin embargo, transcurría apacible, sin motivo
para alarmarse y nada aparentemente rompería la armonía de la tarde. Los
estudiantes de la universidad y los escolares atravesaban el puente risueños y
alegres.
Me animé a preguntarles a las
tres mujeres por la mujer en el basural. Me miraron en silencio y siguieron
conversando- por lo que escuché- sobre los problemas de la comunidad: había que
restablecer el cobro del peaje del puente suspendido por el huaico…Si había
alguna respuesta, esa la daría yo.
Vi que todavía faltaba un buen
tramo que subir para llegar a la carretera. De una cantina salieron las voces
típicas de la proximidad de la noche borradas por un trago de ron. Más arriba,
del lado del cerro, empezaban a encenderse algunas lucecitas. Me volví para
mirar a las mujeres peo estas ya no estaban; la carreta de la vendedora
ambulante había desaparecido también. No alcancé a mirar hacia abajo en el río
más que la espesa niebla que amenazaba convertir el paisaje en noche cerrada. Y
aquella imagen de la mujer con las sayonaras celestes, por donde se filtraba
minutos antes algún rayo de luz, no era sino una sensación más en un infinito
registro. Apuré el paso.
RELATOS EXTRAÍDOS DEL LIBRO:
UNA MUCHACHA BAJO SU PARAGUAS
(SEGUNDA EDICIÓN, 2008)
EDITORIAL SAN MARCOS
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