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martes, abril 22, 2014

HORA ZERO en fila india: tres relatos de Carmen Ollé


(Lima, 1947)

VAGABUNDOS REALES

Cuando el primer poema hizo presa de mi fantasía, un pez y una máquina de coser se instalaron en ella. Tejida la telaraña, un par de leyendas mudaron mi timidez en estados alterados. La leyenda de Arthur Rimbaud en Ardennes fortalece la de Francois Villon, en Pontoise, Francia. Ambas giran en torno a un poeta granuja. La primera traza un rastro que va de Charleville, un anodino poblado francés, hasta  África. De la segunda, es decir de la vida caminante de Villon, se pierde todo apunte del protagonista a los32 años. Las dos tienen las marcas de la violencia y el desdén por lo que dejaron atrás. Rimbaud canceló sus metáforas en nombre de los desiertos del amor, Villon se libró de morir en la horca y huyó.

El amor me liga a esas sombras y talla en mi destino otras. Los granujas que encontré por el mundo fueron simples ladrones de gallinas, fumadores de pipa con la cazoleta invertida, oscuros militantes de sectas o partidos políticos ya desaparecidos.

En una excursión que hice al interior del país cuando tenía veinte años, me deslumbraron los ojos almendrados y cínicos de un pueblerino. El cielo bajo y el brillo de las estrellas serranas tenían la misma intensidad que sus pupilas azules. San Miguel de Cajamarca sobrevivía  una recia temporada de lluvias con muy pocas reservas. En los lugares escarpados y áridos habían crecido hierba mala y flores silvestres, pero en el poblado escaseaba la harina; el camión que cargaba harina y en el que venía yo fue recibido con gran algarabía. Hasta aquí había viajado yo buscando mi destino.

Por esa época, nada era más incierto que adentrarse en un pueblo del interior. Ni el teléfono ni el telégrafo eran objetos muy reales, todo podía estar en desuso o descompuesto, y en ese caso, solo te quedaba aspirar el aire seco y limpio de las montañas.

Cuando me presentaron a Ojos Almendrados creí ver al leopardo esperado. Él tocaba charango y cantaba en el cementerio. Al pueblo había llegado ya la música de Santana. Dormimos en el pasto y bebimos cañazo con vainilla, ebrios y felices, mientras aguardábamos que el camión descargara su mercancía, pues al cabo de ese hecho retornaría yo por donde había venido, como un suspiro divino.

Cuando regresé a Lima, Ojos Almendrados, cantor de cementerios y ladrón de gallinas, me siguió y al anochecer apareció justo al poste de luz de mi casa; Ojos Azules entonaba baladas campesinas bajo mi ventana y mi padre lo apuntó con su anticuado Máuser, espantando la leyenda. No supe cómo aquel superó la vergüenza esa noche. Me enteré años después de que había ingresado a la PIP. Pobre Rimbaud.


FUNCIÓN MATINAL

Un hombre en cuclillas junto a una pared tiene el pantalón remangado a la altura de las rodillas y oculta la cabeza con las manos. La pared está en medio de un pastizal. Más que una simple pared es un murallón. En él se han escrito: “¡Viva la guerra popular! ¡que muera el presidente!”.
Pasa una línea férrea muy cerca de la pared, pero no se oye el pitar del tren. En cambio, a pocos metros, los carros pasan a gran velocidad por la carretera.
A lo lejos, en un terreno eriazo, se divisa un poblado. Enormes cerros plomizos lo cercan. La atmósfera no es transparente. Curvándose, en los cerros, las torres de electricidad asoman sin mayor inquietud.
Es otoño. El río arrastra poca agua y tiene piedras. Algunos campesinos rocían con pesticida las legumbres. Sus camiones se estacionan a la entrada de sus huertos.
El hombre en cuclillas alza de rato en rato la cabeza. Siente el venir del viento inflado de los carros. Sus ojos son compasivos.


MUJER CON SAYONARAS CELESTES

El tema que acababa de exponer en clase había sido sugestivo: “Las ciudades en las postrimerías de la Edad Media”. Recuerdo que todos se rieron cuando dije que eran tan sucias como las nuestras y nadie pudo en ese instante concebir una ciudad limpia en el resto del mundo. Comprobé esta hipótesis en una composición donde la fuerza de la realidad se impuso a la lógica. He ahí lo insólito en una prosa de Kafka en la que el narrador presenta una urbe vacía y limpia. El error de nuestro desconocimiento o de nuestra incapacidad para imaginar una ciudad distinta, ya que mis alumnos no habían visto nunca otro fenómeno que el que enfrentaban a diario: Lima y sus suburbios.

Pero la universidad estaba situada a una hora de Lima, en el campo, en una zona denominada yunga, al parecer menos contaminada.

A eso de las cinco de la tarde yo ya estaba fuera del campus intentando conseguir un micro para regresar al monstruo. Ese día, como todos los miércoles, a la misma hora, me fui caminando hacia la carretera central en vista de que a esa hora se suspendía el tráfico entre la universidad y Chosica. Caminaba a lo largo de una barriada con cierta dificultad por la arena acumulada por el último huaico. Los escasos arbustos habían sido arrancados por el aluvión. Mis botines se hundían rítmicamente tratando de no alejarme de los estudiantes
que se perdían por las callecitas estrechas. Presentía el peligro de estar sola, semejante al alud de meses atrás o a los asaltos que, según se rumoreaba, sorprendían a los caminantes en la oscuridad. Sin embargo, a esa hora de la tarde, la vida parecía desenvolverse de manera normal por este lado de la villa. Las mujeres iban y venían con sus bolsas de pan caliente para la merienda.

Dos mujeres conversaban en un extremo del puente con una vendedora ambulante. Las tres parecían indiferentes ante lo que sucedía a pocos metros: bajo el puente una pequeña mujer se empujaba con las manos. Sus sayonaras celestes hacían lo posible por afirmarse en la resbaladiza ladera. Restos de comida, latas oxidadas, papeles y otros desperdicios cubrían el monte hasta el río.

El paisaje a esa hora se teñía de una tonalidad sepia, la tierra y el cielo adquirían una monocromía envolvente. Pensé que esta parte de la realidad se me revelaba solo a mí. En cambio, allá, en la capital, seguramente la gente ya estaría hojeando el periódico en la agenda de espectáculos para elegir la película deseada.

Me acerqué al trío de mujeres, una tenía una escoba en la mano para limpiar-supuse- el lodo de la escalerilla del puente, pero ni siquiera voltearon a verme, mucho menos se dieron cuenta de que la mujer en el basural estaba a punto de resbalar y caer sobre las piedras del río. ¿Qué buscaba esa especie de simio en ese lugar y a esa hora? Yo no vi nada de valor, solo basura desparramada, entre la que buceaba a tientas, sorteando el peligro. La vida, sin embargo, transcurría apacible, sin motivo para alarmarse y nada aparentemente rompería la armonía de la tarde. Los estudiantes de la universidad y los escolares atravesaban el puente risueños y alegres.

Me animé a preguntarles a las tres mujeres por la mujer en el basural. Me miraron en silencio y siguieron conversando- por lo que escuché- sobre los problemas de la comunidad: había que restablecer el cobro del peaje del puente suspendido por el huaico…Si había alguna respuesta, esa la daría yo.

Vi que todavía faltaba un buen tramo que subir para llegar a la carretera. De una cantina salieron las voces típicas de la proximidad de la noche borradas por un trago de ron. Más arriba, del lado del cerro, empezaban a encenderse algunas lucecitas. Me volví para mirar a las mujeres peo estas ya no estaban; la carreta de la vendedora ambulante había desaparecido también. No alcancé a mirar hacia abajo en el río más que la espesa niebla que amenazaba convertir el paisaje en noche cerrada. Y aquella imagen de la mujer con las sayonaras celestes, por donde se filtraba minutos antes algún rayo de luz, no era sino una sensación más en un infinito registro. Apuré el paso.

RELATOS EXTRAÍDOS DEL LIBRO:

UNA MUCHACHA BAJO SU PARAGUAS
(SEGUNDA EDICIÓN, 2008)
EDITORIAL SAN MARCOS

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