Yurico Montañez Huamani (Cusco, 1989)
Fue llevado a los meses de nacido a Palcazú (selva de
Pasco) donde vivió hasta los tres años. Creció en Lima con su hermano y padres, como buen provinciano.
Estudió en la Universidad Nacional Federico Villarreal en la Facultad de
Educación - Especialidad de Lengua y Literatura. Admira la poesía de Vallejo. También los cuentos de Ribeyro y Cortázar. En la
actualidad se desempeña como docente del curso de Comunicación. Es curioso, tímido
y soñador. Gusta de la patafísica y encima, obtuvo el oro de los Juegos Florales 2013 en su Facultad.
MI
DOLOR
Una mañana salí hacia el hospital para seguir con mi
tratamiento. Llegando a mi destino
observé a mucha gente con miradas soñolientas, me dispuse a esperar mi turno para que puedan
atenderme.
El tiempo transcurrió, noté que el reloj marcó las once
de la mañana, cuando de pronto mi cuerpo sintió un vibrar muy extraño. Toqué mi
bolsillo izquierdo: mi celular avisaba una llamada. Observé el número: era
desconocido y de un teléfono fijo (pensé detenidamente que algo muy terrible
estaba por suceder, puesto que es raro que me llamen). Apelé a la función
fática para contestar mi celular; era mi madre con una voz llena de tristeza y
dolor, me preguntó a qué hora iba salir del hospital. Le respondí dubitativo
y acongojado también, porque la pena de
mi madre era la mía; quise preguntar por la razón de su tristeza creyendo ilusamente
que la causa sea un problema minúsculo,
pero la respuesta fue devastadora. Me dijo ella: “tu abuelo falleció, viajaré a
Cuzco, ven pronto”. Contesté por inercia – sí, mamá, voy lo más rápido que
pueda- por dentro sentí una emoción indescriptible, es como si faltará el aire
y a la vez el cuerpo se tiñese de frialdad comparada tan solo con los polos en
su máximo esplendor, eso sentí.
No sabía qué hacer, a dónde mirar, cómo actuar ni me
explicaba qué hacía en el hospital; mis ojos llorosos observaban el ambiente
infestado de personas. Al frente de mí estaba una señora, que unas horas antes
me habló de los remedios caseros contra la gastritis crónica, creo que notó mi
tristeza, pero quién podía entender mi dolor, jamás perdí un familiar tan
cercano. Estaba acoquinado por lo ocurrido, me preguntaba- ¿Qué es la muerte en
realidad?- ¿será como lo retrató Dante o como lo describió Homero?. Lo cierto
que todos los seres humanos pasamos por esa etapa ya sea como actores
protagónicos o como tristes espectadores. Subí un poco la cabeza, miré al cielo
y sentí el viento que acompañaba mi dolor. Después de unos segundos atisbé a
una persona enjuta, demacrada, de talla mediana que me hizo recordar a mi
abuelo que yace en los brazos de Tánatos. Me acordé los breves momentos que
pasé a su lado, las historias que me contó. Pensé en una de ellas.
En aquel entonces, él me dijo que cerca de Apurímac existía
un pueblo llamado Añocara. Explicó que está muy alejado y que nadie puede
llegar a él estando vivo, pero cuando el ser humano descansa, quiero decir,
muere, llega a este pueblo que tiene como habitantes a infinidad de perros,
aunque no vivos exactamente sino sus almas. El ser humano, me decía él, en vida
tiene muchas actitudes buenas, aceptables y muy malas. Cuando pasamos al mundo
de los muertos, nuestras formas de actuar son juzgadas una por una, al derecho
y al revés. Pero antes de llegar al juzgado, hecho por ángeles, ellos deben cruzar
el río de Añocara que no es una corriente normal, sino en vez de agua, hay
sangre. Para que nuestras almas puedan cruzar, me seguía contando, debemos de
pasar con la ayuda de las almas de los perros que hayamos criado, empero no es
del todo fácil porque los perros que estuvieron a nuestro cuidado y no fueron
tratados como se lo merecen (tuvieron una vida llena de maltratos), ellos no
nos ayudarán a cruzar y nuestras almas vagarán eternamente sin poder ser
juzgados por los ángeles ni tener un descanso pleno. En ese tiempo reflexioné
sobre el cuidado de las mascotas.
Luego de rememorar esa historia me puse a cavilar, si es
que mi abuelo trató bien a sus perros para que le ayuden a cruzar el río, para obtener
luego un descanso pleno. Escuché mi nombre, era la enfermera indicándome el turno
de ingresar al consultorio. Caminé pero en cada paso que daba sentía como si
entraba a otro mundo, cuando llegué a mi destino estaba el doctor sentado; me
pidió que le contara mis dolencias, tan solo le mencioné las menos importantes,
ya que las de mayor relevancia eran familiares. Me recetó algunas pastillas
contra mi enfermedad, quise contarle mi tristeza pero no pude, porque si lo
hacía el río de penas iba brotar de mi faz. Salí de inmediato recordando la
promesa que le hice a mi madre de llegar lo más pronto a mi casa. En mi intento
de hacerlo me llamó la señora que trató de ayudarme con recetas caceras, me
indicó que es lo que debía tomar. Sinceramente quise callar sus palabras y pedirle
un abrazo para calmar mi dolor. No lo hice, solo la escuché y me fui raudo.
Al llegar a mi casa, mi madre abrió la puerta y me contó
detalladamente lo que sucedió. Ya no pude contenerme, un río caudaloso recorrió
mi faz, fue tan fuerte que me arrodillé, me tapé los ojos y de mi boca solo
brotaban penas. Miré a mi madre y me envalentoné. Le dije- tranquila, mamá,
todo estará bien- mis padres ya tenían sus maletas hechas para viajar a Cuzco.
Ambos me dieron consejos para cuidar la casa.
Se fueron,
quedándome solo en casa; mi valentía terminó cuando mis padres cruzaron la
puerta. Lloré por infinidad de razones. Divagué en un mundo donde las penas son
el pan de cada día. Recapacité: cuando mi abuelo estaba conmigo no dialogué
mucho con él, creo que uno de los causantes fue el código usado por ambos.
Traté siempre de interpretar su lenguaje pero muchas veces fue un impedimento;
aunque cuando el amor familiar y las ganas de interactuar con las personas se efectúan,
ese impedimento se hace minúsculo. Ahora tengo la oportunidad de conversar con
mi abuela, aunque no entienda bien su idioma (quechua). Entendí que el vínculo
afectivo puede más, escucharé cada palabra, observaré cada gesto y le diré te
quiero ahora y no después.
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