Se abrió una puerta y Simone de Beauvoir y yo entramos: la impresión desapareció. Un oficial rebelde, cubierto con una boina, me esperaba: tenía barba y los cabellos largos como los soldados del vestíbulo, pero su rostro terso y dispuesto, me parecio matinal. Era Guevara.
¿Salía de la ducha? ¿Por qué no?. Lo cierto es que había empezado a trabajar muy temprano la víspera, almorzando y comido en su despacho, recibido a visitantes y que esperaba recibir a otros después de mí. Oí que la puerta se cerraba a mi espalda y perdí a la vez el recuerdo de mi viejo cansancio y la noción de la hora. En aquel despacho no entra la noche: en aquellos hombres en plena vigilia, al mejor de ellos, dormir no les parece una necesidad natural sino una rutina de la cual se han librado más o menos.
No sé cuándo descansan Guevara y sus compañeros. Supongo que depende: el rendimiento decide; si baja, se detienen. Pero de todas maneras, ya que buscan en sus vidas horas baldías, es normal que primero las arranquen a los latifundios del sueño.
Imaginen un trabajo continuo, que comprende tres turnos de ocho horas, pero que desde hace catorce meses es realizado por un solo equipo: he ahí el ideal que casi han alcanzado aquellos jóvenes. En 1960, en Cuba, las noches son blancas: todavía se las distingue de los días; pero es sólo por cortesía y por consideración al visitante extranjero.
Pero a pesar de sus extremadas consideraciones, no podían menos que reducir al mínimo estricto las horas imbéciles que yo dedicaba al sueño: acostado muy tarde, me hacían levantar muy temprano. Yo no lo sentía: al contrario, con frecuencia me contrariaba, por tardía que fuera la hora, irme a dormir cuando ellos todavía velaban aunque se hubiesen levantado temprano; por saber que me habían precedido varias horas. Y es que era imposible vivir en aquella isla sin participar de la tensión unánime.
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