Cabe siempre preguntarse cuál, quién es el verdadero Jean-Paul Sartre. Acaso aquel huérfano precoz que nos cuenta en Las palabras lo decisivo de una orfandad que lo aboca a escribir y a contarle al papel lo que ya no puede contarle a su padre. Así nacen sus primeras novelas, con sólo ocho años de edad. Acaso sea el Sartre auténtico el de la docencia, el estudioso de la filosofía en Berlín -de la mano de Husserl y Heidegger-, el director periodístico. Por qué no el de la eterna, mitificada y compleja relación con la escritora Simone de Beauvoir. O es quizás más Sartre el soldado apresado por los alemanes, el antinazi, el que se acerca al maoísmo, el decidido antibelicista, el del compromiso político con la izquierda. El crítico despiadado con sus propios colegas de partido. O aquel otro que en 1964 rechaza el premio Nobel de literatura.
A Sartre se le ha aclamado, una legión de entusiastas ha hecho suya su doctrina; también se le ha vituperado, algunos biempensantes abandonaban los cafés o los restaurantes cuando él entraba. El odio hacia Sartre condujo incluso a que algunos desalmados bombardearan su domicilio en dos ocasiones. Son famosas algunas anécdotas sobre su fealdad, su afición por las mujeres, su gusto por vivir en hoteles y su mano rota: repartía o gastaba rápidamente el dinero que ganaba. Algunas de sus reacciones han sorprendido incluso a sus más allegados, como el rechazo del premio Nobel. No fue el único premio que rechazó en su vida, aunque sí el más importante. Siempre fue enemigo de los honores que vinieran del poder establecido, practicando una especie de ascetismo mal interpretado.
Sin embargo, la proyección literaria de Jean-Paul Sartre se pasa en ocasiones por alto, a causa, seguramente, del destello del personaje público o como consecuencia de la trascendencia de su pensamiento filosófico, aspectos que han contribuido a ensombrecer sus novelas y su teatro. Es cierto que hasta los 40 años Sartre se había limitado a escribir tratados filosóficos, con excepción de la novela La naúsea, de 1938, que lo llevó a la fama. La naúsea es el vacío, la soledad, un enorme agujero negro, y ante todo la angustiosa conciencia de lo inútil y absurdo de la existencia. De los hombres nada se puede esperar -nos dice esta intensa novela-, ya que todo ha muerto, incluso la tibia esperanza del amor recuperado.
Cinco años después, en 1943, Sartre publica El ser y la nada, donde formula la filosofía existencialista que subyace en La naúsea, y escribe dramas que se representan en las principales ciudades del mundo con clamoroso éxito: Las moscas (1943), La puta respetuosa (1946), Las manos sucias (1948). A partir de la polifonía de su voz, de los variados registros de su obra, la literatura es para Sartre el aire que respira, el rincón donde refugiarse, su infancia, su única salvación posible.
Desde esta última perspectiva es sin duda más fácil entender a Sartre, menos escabroso el camino para llegar a una imagen completa de la persona y de su obra. Tal vez por ello sean los libros que mejor explican a su autor Las palabras, una biografía que se detiene a los once años, o el ensayo que dedicó al final de su vida a Gustave Flaubert.
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