El libro de las citas
Ya amanece
en el hotel de la calle antigua.
Ya los
ebrios regresan de sus parrandas.
Y en mí,
sentado frente a la adormidera,
todo el
pasado. ¿Por qué nos estamos aquí?
Esperábamos
hallar paz y no ha habido
bien alguno
pues la vieja culpa perdura
y el
relinchar de los caballos ante el fuego
que encendimos
al partir, hace ya tanto.
Sus látigos
agitan la vidriera. Sus gemidos
ensordecen el
torbellino de la memoria:
mi abuelo
pasea por el libro de las citas
anotadas con
un lenguaje sin ataduras
con la
tierra que reblandeció su corazón.
Ninguna
enseñanza perdurable nos dejó,
ni siquiera
una palabra de sus padres,
salvo un
sentimiento de ajeno a la querencia.
Sus
sombreros, sus trajes, hechos aire.
Sus pasos
volvieron por los caminos
que lo
trajeron. Ninguna belleza,
ningún color
lo retuvo. Ningún recuerdo.
¿Sobre qué
túmulo dormirá aquel solitario?
el libro de
las citas, ahora otro y mío,
tiene anotado
un encuentro, hoy,
al final de
esta calle donde hay
un charco
dejado por la lluvia. Y los años.
Allí la
estrella luminosa. Allí el misterioso origen.
Ya amanece
en el hotel de la calle antigua.
Ya los
ebrios regresan de sus parrandas.
Infancia
Si vieras
cómo tiemblo, infancia,
cuando corro
tras tus huellas
saltando sobre
los charcos.
Tú, sellada
a mí, me hallarías
abrazado a
ti pues solo puedo memoria
y jamás
traición pese a las risotadas
de quienes
me vieron adorar belleza
en una
capilla del bosque,
un eslabón
entre tantos.
Hay allí,
entre olores de resina,
un gigante
en hombros de su padre.
Y luego un
estallido. Olor a pólvora.
Gentío que
la memoria no destila
ni por
deliberada vocación de olvido.
Toda la vida
es un río de sangre.
Fuerza
derrotada entre boñigas.
¿Era eso
algo que confirma la vida?
recostado en
una pared donde el viento
se desangra,
contemplo sus manes
y luego, sin
piedad, los desfiguro.
¿Es esto
algo que confirma la existencia?
no por eso
me arrojes al infierno.
No desates
tu cuello del mío.
Deseo
En un
caravasar cercano a la estación del tren
paso la
tarde a la sombra de unos viejos árboles.
En el
frescor los camelleros duermen
tal vez
soñando con el regreso.
No hay
retorno para quien sueña solo con llegar,
ni llegada
si uno vive en la urdimbre de la vuelta.
La vida arde
allí donde se ama,
allí donde
los ríos que nos merodean
arrastran remolinos,
animales que corren
atropellando
la noche con sus silbidos.
Ahora solo
anhelo una taza de té.
Beberla
sentado en las viejas alfombras
con una cortesana
para el reposo del cuerpo.
El alma no
descansa ni con el deseo satisfecho.
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