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domingo, abril 01, 2012

Manifiesto: Una deuda que saldar


Qué poco le interesa ahora —o quizá siempre fue así— la vida de alguien a sus contemporáneos. Mucho menos, tal vez, a los póstumos. Qué poco debe importarme lo que sientan los demás. ¿Cómo puedo detenerme a pensar si alguien —lejano a mí— sufre? ¿Me importa de veras que me pregunte cómo estoy? ¿Me interesa preguntar eso? 

Estamos quizá en una etapa evolutiva que ni siquiera Darwin imaginó. Como especie dejamos atrás al sapiens sapiens para convertirnos ahora en el homo egocentricus. Aquel que cree que llegó al mundo para ser servido por el resto, para ocupar una posición única y trascendental, aquel animal que piensa que se considera centro de todo lo que sucede, necio para darse cuenta que ser completamente feliz es lo único imposible para él. 

El hombre atraviesa esta etapa. Un amor propio y soso lo está consumiendo. No importa lo que le suceda al otro, lo que piense el otro o lo que sienta el otro. El dolor —por más que se diga lo contrario— no se comparte. El que llora, llora, mientras el otro es sólo un espectador. 

Si se hubiera sabido esto desde antes, los escritores, vaya, seré más atrevido: los poetas, nunca hubieran existido. Sírvase a pensar que el arte no es más que la transmisión de eso: sucesos, pensamientos y sentimientos. Pero cómo salvarnos. Cómo retomar ese interés por los demás. 

Tengo 24 años y puedo darme el gusto de avalar una verdad: A mí la literatura me lo dio todo, por eso no le puedo fallar. Fue gracias a ella que el egoísmo no me devoro (aunque a veces pienso lo contrario). A ella la conocí pasados los 12 años. Antes había leído algunas cositas con más compasión que placer. Pero fue con Moby Dick que leer dejo de ser una tarea. Luego Stendhal, Kafka, Stevenson, Voltaire y London abrieron las primeras puertas. 

Para no seguir abrumando con mi historia personal, confieso que califico a mis lecturas —en general— como todos: apasionantes, imprescindibles y poquísimas. Pero fueron suficientes para embarrotar a los demonios que asechan desde los 15. En resumen esas lecturas, y las posteriores me han sacado de la mierda más de una vez (¿y a quién no?). 

Las mejores pajas se las debo a Bukowski, años después también a Pedro Juan Gutiérrez. El boom —Donoso, García Márquez, Cortázar y Vargas Llosa— me hizo creer en mi lengua. A la generación perdida la encontré años después y Henmingway y Dos Passos fueron más que autores. A Tolstoi lo admiro y Carver es el maestro. Camus y Sartre son imprescindibles, sobre todo el segundo con quién no sólo se aprende sino también se goza. Bryce fue el único capaz de hacerme llorar. Bolaño marco dos generaciones seguidas y quién sabe cuántas más. Dostoievski, Chejov y Borges son inalcanzables. Nunca olvidare a Trapiello. Nunca olvidare a Reynoso. Ray Loriga y Hrabal son divertidos. Celine es Dios. La biblia puede ser Mala onda, aunque me inclino, finalmente, por Los detectives salvajes. Boll y Arlt son disimiles pero revientan en mi pecho. Capote es capote. Caicedo me enciende. Me salpico de poesía acorde al momento, pero no puedo vivir sin Hora Zero. En rigor, sin todos ellos mi vida hubiera sido un fiasco, o un tronar sin sentido. 

La literatura nunca viene sola. Con ella los amigos se hicieron más amigos. Conseguí, también, a quienes llamar enemigos, y eso también se agradece. Ame con versos múltiples de Girondo, Benedetti y Scorza. Por último —equivocado tal vez— abrace un oficio, un sueño. 

Y este sueño estaba hecho para derramarse y corroer el egocentrismo, hacer de mi vida un poema digno, de mi primer amor una historia explosiva y de mí mismo un libro. Un libro abierto con final dramático e inesperado. 

Está es mi deuda. Mi deuda contigo Literatura, o contigo vida. (No puedo distinguirlas, paralelas y siamesas) Mi deuda es escribir y devolverle ese sentido al arte. Renovar los puentes entre la literatura y el hombre. Hacer del animal un hombre del hombre animal un hombre animal que lee y de este último, asirme yo mismo. Nunca se está muerto hasta que no se está completamente solo, decía mi madre. Y nunca se está solo si alguien más te susurra vida al oído. Como lo hicieron conmigo. Como estoy dispuesto a seguir haciéndolo.

Omar Livano

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